En medio de la vorágine urbana, Buenos Aires respira una mezcla de vitalidad y desencanto. Las calles vibran con arte, ideas y ambición, pero también con indiferencia, pobreza y adicciones que crecen a la vista de todos. Cada día, miles de jóvenes atraviesan una ciudad que parece ofrecerlo todo y, al mismo tiempo, nada. En ese contexto, la pregunta que formuló Ayn Rand hace medio siglo resuena con fuerza renovada: ¿quién necesita la filosofía? La respuesta, hoy, es simple: Buenos Aires la necesita.
La capital argentina, que alguna vez fue símbolo de educación, trabajo y refinamiento cultural, parece haber perdido su brújula moral. Las drogas en los barrios populares, el robo como medio de subsistencia y la cultura del atajo son síntomas de una crisis más profunda: la ausencia de una filosofía de la razón y la responsabilidad personal. Como advertía Rand, cuando una sociedad deja de pensar racionalmente, otros piensan por ella, y el vacío lo llenan la desesperanza o la manipulación ideológica.
El Objetivismo, corriente fundada por Rand, propone una alternativa clara: recuperar el uso de la razón como guía de acción. En su visión, la moral no es un conjunto de dogmas impuestos, sino un código de valores basado en la realidad y en el derecho de cada individuo a buscar su propia felicidad. En un contexto donde muchos jóvenes son arrastrados por la pasividad, la dependencia estatal o la marginalidad, aprender a pensar por uno mismo es un acto de libertad.
El pensamiento objetivista sostiene que la vida productiva es el mayor logro del ser humano. Trabajar, crear, innovar y competir son virtudes, no defectos. Frente a una cultura que muchas veces glorifica la victimización o el conformismo, la filosofía de Rand reivindica el orgullo de ser útil, autosuficiente y racional. En Buenos Aires, donde la creatividad convive con el desencanto, esta idea podría reactivar el motor dormido de una generación que aún busca sentido.

En la Argentina actual, los discursos políticos, colectivistas y sociales parecen ofrecer respuestas parciales o dogmáticas. Pero lo que la juventud necesita no son consignas, sino principios sólidos para vivir: razón, propósito y autoestima. El joven que entiende que su mente es su herramienta esencial no necesita drogas para evadirse ni excusas para robar. Necesita educación, incentivos y ejemplos de grandeza. Una sociedad que premie el mérito en lugar de la queja puede reconstruirse desde la raíz.
El egoísmo racional, tan malinterpretado, no significa indiferencia ante los demás, sino reconocer que solo quienes se respetan a sí mismos pueden respetar verdaderamente a otros. Buenos Aires no necesita caridad paternalista ni discursos moralistas; necesita ciudadanos que piensen, produzcan y se enorgullezcan de hacerlo. Esa es la filosofía que hizo grande a las sociedades libres y que hoy podría devolverle al país la confianza en su propio valor.
Ayn Rand, la inmigrante que convirtió su experiencia de huida del colectivismo soviético en una defensa del individuo, ofrece al mundo moderno una lección urgente: sin filosofía, no hay libertad. Buenos Aires, que siempre fue cuna de ideas y pasiones, tiene la oportunidad de redescubrir el poder de pensar con claridad. La batalla contra la apatía, la corrupción o la dependencia no se libra solo en la política, sino en cada conciencia que elige razonar en lugar de resignarse.
La juventud porteña no necesita sermones ni subsidios: necesita una filosofía para vivir. Y esa filosofía —basada en la razón, la productividad y la dignidad— podría ser el renacimiento moral que devuelva a Buenos Aires su papel como capital intelectual y moral del Cono Sur.