Suelo usar esta columna para hablar de temas que semana a semana me interpelan. Pero hay uno en particular que muchos me insisten en que aborde, y es el Islam, su fe y su cultura. Vamos a ver qué puedo hacer con eso.
Hablar del Islam en Occidente todavía incomoda. No por el Islam en sí, sino por lo poco que sabemos de él. Lo reducimos a conflictos, desiertos o fanatismos, como si toda una civilización pudiera resumirse en clichés. Y sin embargo, más de mil quinientos millones de personas —una de cada cuatro en el planeta— profesan esta fe. Es una de las tres grandes religiones monoteístas, pero también una cultura, una forma de organizar la vida, el tiempo y la comunidad.
El Islam nació en el siglo VII, en la península arábiga, en una región atravesada por rutas comerciales y tribus nómadas. La Meca era un punto neurálgico del intercambio, tanto de bienes como de creencias. Allí, Mahoma —un comerciante viudo, sensible y analfabeto— comenzó a recibir lo que los musulmanes consideran la revelación de Dios a través del arcángel Gabriel. Esas palabras, memorizadas por sus seguidores y más tarde escritas, forman el Corán. Para los creyentes, no es un texto inspirado: es la palabra literal de Dios.
El mensaje era simple y revolucionario a la vez: “No hay más dios que Dios, y Mahoma es su profeta.” Monoteísmo absoluto, igualdad de los creyentes, justicia social y una comunidad (ummah) unida por la fe más que por la sangre. En un mundo tribal, esa idea era subversiva. Y como suele ocurrir con las ideas que amenazan un orden, desató persecución. Mahoma tuvo que huir de La Meca a Medina en el año 622: ese momento, la Hégira, marca el inicio del calendario islámico.
Desde entonces, el Islam se expandió con una velocidad asombrosa. En menos de un siglo, sus ejércitos —y sobre todo sus comerciantes y misioneros— habían llegado desde el norte de África hasta el corazón de Asia. Pero más que una expansión militar, fue una expansión cultural. Donde llegaba el Islam, llegaban también nuevas formas de organización, de derecho, de arte y de conocimiento. Las mezquitas no eran solo templos: eran escuelas, bibliotecas y centros de justicia.
A diferencia de lo que solemos imaginar, el Islam nunca fue monolítico. Desde los primeros tiempos surgieron interpretaciones diversas. La división más conocida es la de sunitas y chiitas, que nació por una disputa política —quién debía suceder a Mahoma— pero terminó generando dos tradiciones teológicas distintas. Los sunitas representan hoy cerca del 85% de los musulmanes y se distribuyen principalmente en el norte de África, Medio Oriente y el sudeste asiático. Los chiitas, concentrados sobre todo en Irán, Irak y parte del Líbano, tienen una estructura más jerárquica, donde los líderes religiosos —los ayatolás— ocupan un lugar central.
Más allá de esas diferencias, el corazón de la fe es el mismo: los cinco pilares del Islam.
La profesión de fe (shahada), la oración cinco veces al día (salat), la limosna obligatoria (zakat), el ayuno del mes de Ramadán (sawm) y la peregrinación a La Meca (hajj).
Son prácticas que no solo expresan la fe, sino que ordenan la vida. Marcan el ritmo cotidiano, la solidaridad social y el sentido de pertenencia a una comunidad mundial.
Con el tiempo, el Islam desarrolló una civilización espléndida. Entre los siglos VIII y XIII, mientras Europa atravesaba su Edad Media, el mundo islámico vivía su edad de oro. Bagdad, Córdoba, Damasco y El Cairo eran centros de sabiduría donde coexistían musulmanes, judíos y cristianos. De allí salieron avances en medicina, astronomía, matemáticas y filosofía que más tarde influirían en el Renacimiento europeo. Aristóteles fue leído en árabe antes que en latín. La ciencia moderna le debe más a esos siglos de traducción y pensamiento de lo que solemos reconocer.
Con la caída del califato abasí y las cruzadas, el equilibrio comenzó a romperse. La colonización europea del siglo XIX terminó de fragmentar el mapa musulmán, imponiendo fronteras artificiales y debilitando las instituciones religiosas tradicionales. De esas heridas nacieron muchos de los conflictos contemporáneos: la rivalidad entre Arabia Saudita e Irán, el nacionalismo turco, los movimientos islamistas y las tensiones entre modernidad y tradición.
Hoy, el Islam se extiende desde Marruecos hasta Indonesia, desde Bosnia hasta Nigeria. No es una religión árabe, aunque el árabe sea su lengua sagrada. Indonesia es el país con más musulmanes del mundo. Y en cada región, la fe se expresa de manera distinta: con música, con poesía, con arquitectura, con espiritualidades místicas como el sufismo.

Mirado desde la geopolítica, el Islam no es solo una religión: es también un mapa de poder. Arabia Saudita controla los lugares santos y promueve una versión conservadora, el wahabismo. Irán encarna un islam político y chiita con ambiciones regionales. Turquía intenta revivir un liderazgo cultural y estratégico heredero del Imperio Otomano. Y en medio de todo eso, millones de musulmanes solo quieren vivir su fe sin ser sospechosos por ella.
Muchos asocian al Islam con la violencia, pero esa lectura es tan injusta como reducir el cristianismo a las cruzadas o a la Inquisición. Hay grupos que manipulan la religión para justificar el poder o el terror, del mismo modo que otros lo hicieron con la Biblia. La violencia no nace del Corán sino del resentimiento, la desigualdad, la manipulación política y la desesperanza. El Islam —como toda fe— puede ser usado para sanar o para herir, según las manos que lo sostengan.
Desde mi lugar de católico, me impresiona la unidad espiritual que el Islam mantiene en tiempos donde casi todo se fragmenta. Su conciencia de Dios, su disciplina de oración, su caridad estructurada.
Pero más allá de credos y fronteras, hay algo esencial: el respeto. El respeto por la búsqueda ajena, por las formas distintas de nombrar lo sagrado, por las maneras en que cada cultura entiende la trascendencia. El diálogo interreligioso no busca fusionar las religiones, sino permitir que convivan sin miedo. En un mundo donde se mata en nombre de Dios, defender la convivencia es una forma de fe.
Quizás el verdadero desafío no sea entender al Islam, sino aprender a convivir con todas las formas en que la humanidad intenta acercarse al mismo misterio. Porque al final, más allá del idioma, del rito o del libro, lo que une a toda fe auténtica es el anhelo de paz.