En agosto de 2025, la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA) anunció con orgullo la captura de 171 presuntos miembros de alto rango del Cártel de Sinaloa en Nueva Inglaterra. La operación, presentada como una muestra de fuerza, fue celebrada por autoridades locales y replicada en medios nacionales. Sin embargo, una investigación posterior del Boston Globe reveló que muchos de los detenidos eran personas en situación de vulnerabilidad o con delitos menores, sin vínculos demostrables con la organización mexicana.
El hallazgo desnudó una estrategia de comunicación más orientada al impacto político que a la efectividad operativa. Los documentos judiciales revisados demostraron que solo tres arrestados enfrentaban cargos significativos por narcotráfico, mientras que el resto fueron liberados o procesados por faltas leves. La narrativa oficial de la DEA, centrada en la idea de una red criminal extendida hasta el noreste estadounidense, resultó ser un montaje parcial construido para reforzar la percepción de control.
El episodio se suma a otro operativo de gran escala reportado por la DEA ese mismo mes: la detención de más de 600 personas vinculadas al Cártel de Sinaloa en 23 divisiones de Estados Unidos y siete regiones extranjeras. Aunque el organismo celebró el golpe como histórico, los analistas advirtieron que la mayoría de los capturados eran eslabones menores en la cadena del narcotráfico. En ambos casos, el uso de cifras abultadas sirvió para proyectar una imagen de eficacia, pero los expedientes judiciales cuentan otra historia: operaciones fragmentadas, detenciones superficiales y pocas condenas firmes.
La comparación de ambas redadas muestra un patrón común en la estrategia antidrogas estadounidense. Las acciones mediáticas buscan sostener la narrativa de una amenaza omnipresente del Cártel de Sinaloa, incluso en comunidades donde no hay pruebas de su presencia estructural. Este discurso refuerza la agenda de seguridad nacional y justifica un aumento del gasto público en control fronterizo y operaciones de inteligencia, mientras el problema de fondo —la adicción y el consumo interno— queda relegado.
The FBI is assisting DEA in the search for Juan Jose Ponce Felix, aka “El Ruso,” wanted for his alleged involvement in narcotics trafficking, hostage taking & money laundering as part of the Sinaloa Drug Trafficking Organization. A reward of up to $5 million is being offered for… pic.twitter.com/B9e5M9rUup
— FBI Los Angeles (@FBILosAngeles) September 17, 2025
Las operaciones fallidas también revelan un dilema de fondo: la guerra contra las drogas en Estados Unidos ha evolucionado hacia una narrativa autoperpetuante. Cada redada se convierte en una demostración de poder más que en una solución estructural. En el caso de Nueva Inglaterra, los arrestos de supuestos capos derivaron en acusaciones locales sin trascendencia federal, mientras los verdaderos operadores del cartel continúan al margen del radar judicial. La desconexión entre el discurso y los resultados alimenta el escepticismo sobre la eficacia de la DEA.
El falso arresto de 171 “miembros de alto rango” del Cartel de Sinaloa por la DEA en 🇺🇸 Una investigación de 🗞️@BostonGlobe revela que muchos de los detenidos en operativo contra el narcotráfico de Trump eran adictos que fueron liberados después https://t.co/39l6YLxmH1
— Carlos Montero (@CMonteroOficial) November 10, 2025
En paralelo, la insistencia en presentar cada operativo como una victoria absoluta socava la credibilidad de las instituciones encargadas de combatir el narcotráfico. El riesgo es que la percepción de éxito sustituya a la rendición de cuentas, y que la opinión pública se acostumbre a los triunfos de papel. En un contexto electoral y polarizado, la frontera entre justicia y propaganda se vuelve difusa, y el combate al crimen termina sirviendo a intereses políticos antes que sociales.