Ubicado en el corazón de África Occidental, Mali es un país sin salida al mar que limita con Argelia, Níger, Burkina Faso, Costa de Marfil, Guinea, Senegal y Mauritania. Con más de 25 millones de habitantes y una superficie que equivale a casi la mitad del territorio argentino, fue en otro tiempo uno de los centros históricos del comercio transahariano y del antiguo Imperio de Tombuctú, célebre por su cultura y conocimiento islámico. Sin embargo, hoy su realidad está muy lejos de aquella época de esplendor: atraviesa una crisis política, social y humanitaria que amenaza con borrar las fronteras mismas del Estado.
Tras los golpes militares de 2020 y 2021, la junta que gobierna el país rompió sus alianzas tradicionales con Occidente y se acercó a Rusia, que envió al grupo paramilitar Wagner para reforzar la lucha contra los insurgentes. Pero su presencia no detuvo la violencia: los ataques yihadistas continuaron y la desconfianza internacional creció. En 2025, Wagner anunció su retiro formal, aunque Moscú mantiene efectivos bajo otro nombre -el llamado Africa korps-.
En paralelo, Mali impulsó proyectos conjuntos con empresas rusas, como la construcción de una refinería de oro en Senou, buscando mayor autonomía económica y control sobre sus recursos. Junto a Burkina Faso y Níger, integra ahora la Alianza de los Estados del Sahel (AES), un bloque que intenta enfrentar al extremismo sin depender de las potencias occidentales, pero que también profundizó el aislamiento regional.
Durante los últimos meses, los grupos yihadistas que operan en Mali extendieron su control sobre amplias zonas rurales y lograron aislar la capital, Bamako, donde la escasez de alimentos y combustible paraliza la vida cotidiana. Escuelas cerradas, hospitales sin energía y rutas bloqueadas conforman el escenario de un país al borde del colapso.

La inestabilidad de Mali se remonta a 2012, cuando una rebelión tuareg en el norte desencadenó la expansión de movimientos islamistas. Desde entonces, el país ha sufrido sucesivos golpes de Estado, gobiernos militares frágiles y la retirada de las fuerzas internacionales que intentaron estabilizar la región.
En medio de la pobreza y la falta de infraestructura, los grupos armados se consolidaron en zonas desérticas y rurales, aprovechando la debilidad institucional y el descontento de la población.
En las últimas semanas, el grupo Jama’at Nusrat ul-Islam wa al-Muslimin (JNIM), vinculado a Al Qaeda, intensificó su ofensiva y bloqueó las rutas que abastecen a Bamako. Los yihadistas incendiaron camiones cisterna, secuestraron conductores y cortaron los suministros desde los países vecinos, dejando a la ciudad prácticamente incomunicada.

El resultado fue inmediato: largas colas para conseguir combustible, precios disparados, transporte público limitado y hospitales sin energía. Las autoridades suspendieron las clases en escuelas y universidades ante la imposibilidad de garantizar condiciones mínimas de funcionamiento.
Analistas locales advierten que el gobierno militar apenas controla la capital y algunas zonas aledañas. En el resto del territorio mandan milicias, clanes o insurgentes, y la población civil queda atrapada entre la violencia del ejército y los abusos de los grupos armados.
En las provincias del norte y del centro, los desplazamientos forzados se cuentan por cientos de miles, y las denuncias por violaciones a los derechos humanos se multiplican.
El conflicto de Mali forma parte de una crisis mayor en el Sahel, la extensa franja de tierra que separa el Sahara del África subsahariana. En esa región, que incluye también a Burkina Faso y Níger, los ataques extremistas y los golpes militares se han vuelto parte de la rutina política. Aunque los tres países formaron recientemente la Alianza de los Estados del Sahel (AES) para coordinar su defensa, la violencia sigue expandiéndose y los corredores humanitarios permanecen bloqueados.

En Bamako, la sensación generalizada es de angustia y desconfianza. Los mercados están vacíos, los precios se disparan y muchos sobreviven con trueques o ayuda esporádica. Las calles, antes bulliciosas, hoy reflejan un clima de agotamiento colectivo. Organismos internacionales advierten sobre el riesgo de un colapso total si no se restablecen pronto los suministros y la seguridad básica. Pero la inseguridad en las rutas impide la llegada sostenida de ayuda, y el Estado parece cada vez más debilitado.
Mali, alguna vez sinónimo de cultura, comercio y civilización africana, se enfrenta hoy a un futuro incierto. La combinación de guerra, hambre y vacío de poder amenaza con transformar a este país del Sahel en el epicentro de una nueva catástrofe humanitaria.