La reciente excarcelación de presos políticos en Nicaragua, presentada como un gesto humanitario por el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo, se inscribe en una lógica de presión internacional. Washington evalúa medidas comerciales que podrían incluir la suspensión parcial del CAFTA-DR, lo que afectaría severamente al sector exportador nicaragüense. En respuesta, el Gobierno optó por una operación de “lavado de cara”, liberando a unos pocos detenidos y exhibiéndolos públicamente como muestra de aparente apertura.
En paralelo, en Bielorrusia, el régimen de Alexandr Lukashenko también ensaya su propio ejercicio de diplomacia represiva. Durante 2025 ha liberado selectivamente a decenas de presos políticos en negociaciones con Estados Unidos, intentando aliviar el peso de las sanciones financieras y reabrir canales diplomáticos. En ambos países, las excarcelaciones no reflejan una rectificación moral, sino una estrategia de supervivencia frente al riesgo de aislamiento y colapso económico.
Tanto Managua como Minsk ejecutan liberaciones condicionadas: los excarcelados permanecen vigilados, con prohibición de hablar con la prensa y bajo amenazas veladas. En Nicaragua, algunos de ellos habían sido reportados como desaparecidos y reaparecieron en actos oficiales, mientras que en Bielorrusia las excarcelaciones se comunican mediante listas parciales filtradas a medios afines. En ningún caso hay reformas judiciales estructurales, ni reconocimiento del carácter político de las detenciones.
Las dos potencias que pueden ser mediadoras -EE.UU. y la Unión Europea- parecen optar por una diplomacia gradualista, donde los gestos mínimos se premian con alivios parciales. Sin embargo, las ONG de derechos humanos advierten que este modelo perpetúa la lógica del chantaje: los regímenes obtienen dividendos políticos y económicos sin desmontar el aparato represivo. Es una política de contención más que de transformación, donde cada liberado se convierte en una ficha negociable.

Las maniobras de Ortega y Lukashenko evidencian una coincidencia geopolítica: ambos buscan ganar tiempo ante eventuales sanciones más duras. La diferencia radica en el instrumento de presión: en Nicaragua, el riesgo de perder el acceso preferencial del CAFTA-DR; en Bielorrusia, la continuidad de las sanciones financieras occidentales. En ambos escenarios, la represión sigue siendo la moneda interna de gobernabilidad, mientras el discurso de la reconciliación se usa como cobertura ante el exterior.

A mediano plazo, estas liberaciones tácticas podrían erosionar aún más la credibilidad internacional de ambos regímenes. Sin reformas legales ni garantías judiciales, el costo reputacional superará cualquier alivio temporal. Las próximas semanas serán decisivas: en Washington se define el futuro del CAFTA-DR y en Bruselas la revisión de las sanciones a Minsk. En ambas capitales, la excarcelación de unos pocos podría no bastar para limpiar la imagen de un autoritarismo que ya nadie confunde con buena fe.