En una sala silenciosa del Museo del Hermitage, en San Petersburgo, un espectáculo hipnótico se repite cada semana. Las luces se atenúan, los visitantes se agrupan y, de pronto, una escultura dorada comienza a moverse. Un pavo real abre su cola, una lechuza gira la cabeza dentro de una jaula, y un gallo canta como si saludara al amanecer. Es el Reloj del Pavo Real, una de las obras más sorprendentes que ha sobrevivido del siglo XVIII, mezcla perfecta de arte, ingeniería y fantasía.
Esta joya mecánica fue creada por el artesano y joyero inglés James Cox, célebre en su época por construir autómatas para la nobleza europea. Su taller, en el Londres del siglo XVIII, producía verdaderas maravillas que combinaban relojería, escultura y movimiento. Entre ellas, el Reloj del Pavo Real se convirtió en la más ambiciosa: un jardín de bronce dorado poblado de animales mecánicos de tamaño natural, cada uno con su propio mecanismo de engranajes y resortes.
La obra llegó a Rusia hacia 1781 como regalo para la emperatriz Catalina la Grande, amante de la ciencia, las artes y la innovación. En pleno auge de la Ilustración, los autómatas eran considerados símbolos del ingenio humano y del poder de la razón. Catalina, que transformó el Palacio de Invierno en uno de los centros culturales más importantes de Europa, vio en este reloj una metáfora perfecta de su tiempo: una monarca que gobernaba guiada por la inteligencia, la precisión y el esplendor.
El conjunto representa un jardín fantástico. El pavo real, situado en el centro, despliega su cola de metal dorado y la mueve lentamente con un realismo asombroso. En una rama cercana, una lechuza gira dentro de una jaula y mueve los ojos con una expresión inquietante. Más arriba, un gallo canta y agita el cuello al final del ciclo, marcando el cierre de la secuencia. Entre las ramas, disimulada, una pequeña esfera indica la hora. Todo el mecanismo está sincronizado por un sistema de ruedas, resortes y engranajes que, aún hoy, funcionan con la precisión de un reloj suizo del siglo XXI.

El simbolismo también forma parte de su encanto. Cada animal representa una parte del ciclo del tiempo: la lechuza encarna la noche, el gallo anuncia la mañana y el pavo real simboliza la luz del día y la belleza del mundo natural. Cuando el reloj cobra vida, lo que el público contempla no es solo una obra decorativa, sino una alegoría del paso del tiempo, del equilibrio entre la razón y la naturaleza.
Durante más de dos siglos, el Reloj del Pavo Real ha sobrevivido a guerras, revoluciones y traslados. En los años noventa fue sometido a una restauración minuciosa que devolvió la movilidad a cada pieza. Los técnicos tuvieron que desmontar cientos de engranajes para limpiar, ajustar y reconstruir partes corroídas por el tiempo. Gracias a ese trabajo, hoy el mecanismo puede activarse de forma segura ante el público del museo, en una demostración que suele durar apenas unos minutos, pero deja una impresión inolvidable.
Cada semana, los visitantes del Hermitage se detienen frente a esta maravilla dorada, que ocupa un lugar de honor entre las colecciones imperiales. El espectáculo comienza lentamente: el pavo real se estremece, abre su plumaje en abanico, la jaula de la lechuza gira con suavidad y el canto metálico del gallo llena la sala. Los aplausos suelen romper el silencio, y durante unos segundos el pasado parece volver a respirar entre engranajes.
Más de 250 años después de su creación, el Reloj del Pavo Real sigue siendo una de las piezas más preciadas del museo ruso. No solo por su belleza, sino porque encierra el espíritu de una época en la que la mecánica era un arte y el tiempo, un símbolo del poder y la inteligencia. En plena era digital, su movimiento dorado recuerda que antes de los robots y los algoritmos ya existían quienes soñaban con dar vida al metal.

Hoy, visitar el Hermitage y ver al pavo real desplegar sus plumas sigue siendo una experiencia única: un encuentro entre la historia, la imaginación y el milagro de la técnica. Porque a veces, el tiempo no solo se mide: también puede maravillarnos.