En la Amazonía peruana, los derrames en torno al Oleoducto Norperuano revelan un conflicto que combina décadas de contaminación, desconfianza institucional y urgencias fiscales. Las comunidades urarinas y kukama denuncian que la presencia de metales pesados en ríos y suelos sigue afectando su salud, pese a promesas de remediación que no llegan. La estatal Petroperú asegura que reactivar los campos podría aportar miles de millones en ingresos, pero la resistencia local crece a medida que los pasivos ambientales se acumulan.
La situación ecuatoriana no es muy distinta. En Orellana y Sucumbíos, pueblos kichwa y waorani conviven con los impactos de derrames en los ríos Coca y Napo, agravados por la erosión que dañó los oleoductos SOTE y OCP. El Gobierno de Quito defiende la continuidad de la industria para sostener el presupuesto nacional, pero las comunidades señalan que los beneficios no compensan el deterioro ambiental. Ambas orillas amazónicas exhiben el mismo dilema: la tensión entre el petróleo como salvavidas fiscal y la selva como territorio vital.
En ambos países, la infraestructura petrolera envejecida se ha convertido en un factor central del conflicto. El ONP peruano y los oleoductos ecuatorianos comparten vulnerabilidad ante desastres naturales, sabotajes y falta de mantenimiento. Esta fragilidad alimenta procesos de protesta comunitaria que, con frecuencia, derivan en bloqueos, demandas o paralización de operaciones. Para los gobiernos, mantener operativa esta infraestructura es esencial, pero para las comunidades representa una amenaza directa a su vida cotidiana.
Al mismo tiempo, las negociaciones económicas avanzan con incertidumbre. En Perú, la búsqueda de un socio para operar el bloque 192 terminó en descalificaciones regulatorias, mientras que en Ecuador la expansión en zonas remotas enfrenta obstáculos judiciales y ambientales. Aunque ambos gobiernos prometen mecanismos de compensación, la percepción comunitaria es que los compromisos rara vez se cumplen, lo que profundiza la brecha entre Estado e indígenas.
La presión internacional añade una capa adicional al conflicto. En la era de la transición energética, la explotación amazónica coloca a Perú y Ecuador bajo un escrutinio creciente, especialmente en espacios multilaterales donde se cuestiona la continuidad de proyectos fósiles en territorios indígenas. Esta tensión genera costos reputacionales y abre la puerta a sanciones o litigios que, según expertos, podrían intensificarse si no se ejecutan procesos de consulta genuinos.

Por ello, la probabilidad de que ambos países enfrenten disputas socioambientales más profundas en los próximos años es alta, mientras la posibilidad de una reactivación petrolera sostenida, sin conflictos severos, es moderada. En este escenario, la región amazónica se convierte en un termómetro político: muestra hasta qué punto los Estados pueden equilibrar desarrollo energético, respeto territorial y credibilidad internacional.