El avance de la ofensiva estadounidense en Latinoamérica ha colocado a dos gobiernos en el centro del mapa: Venezuela, que opta por el silencio frente al despliegue militar de Washington, y México, que responde con firmeza verbal pero calculada moderación diplomática. Ambos casos muestran cómo la etiqueta de narco‑terrorismo se convirtió en un instrumento para justificar acciones de fuerza más allá de las fronteras. Mientras Caracas mide cada palabra para evitar una escalada, Ciudad de México intenta frenar cualquier insinuación de intervención sin quebrar la cooperación estratégica.
La llegada del portaaviones Gerald Ford al Caribe y la activación de la operación Lanza del Sur marcaron un punto de inflexión para la región. Venezuela reaccionó con alertas internas pero sin replicar su retórica habitual contra Estados Unidos, en un movimiento que sugiere un cálculo de contención. Paralelamente, México enfrenta la presión provocada por la designación de los cárteles como organizaciones terroristas, lo que amplía las bases jurídicas de Washington para operaciones militares selectivas y eleva el riesgo de choques diplomáticos.
La estrategia estadounidense se articula con una narrativa uniforme: combatir a los narco‑terroristas mediante despliegues navales, ataques a embarcaciones sospechosas y preparación de eventuales acciones en territorio extranjero. En Venezuela, esta presión se traduce en un patrullaje cada vez más agresivo en aguas cercanas, con impactos directos sobre la estabilidad política y militar del chavismo. En México, la amenaza se canaliza a través de una figura jurídica que, sin declarar una guerra abierta, habilita el uso de fuerzas especiales o drones para neutralizar objetivos.
Las reacciones en Caracas y Ciudad de México revelan diferencias estructurales, pero también una coincidencia inevitable: la necesidad de gestionar el vínculo con Washington en un escenario de alta incertidumbre. Venezuela, aislada y con capacidad militar limitada, apuesta por evitar cualquier pretexto para una acción directa. México, pieza central del comercio y la migración, combina defensa de la soberanía con una diplomacia de equilibrio fino que intenta contener la escalada sin afectar los pilares de su relación bilateral.
Estados Unidos continúa con sus amenazas contra Venezuela. Ahora, ha enviado al portaaviones más grande del mundo. Esa es una amenaza contra toda América Latina y el Caribe. Los gobiernos y los pueblos tenemos el deber de defender a nuestra región como zona de paz. pic.twitter.com/yirhGA7S6P
— Evo Morales Ayma (@evoespueblo) November 12, 2025
La expansión de la doctrina del narco‑terrorismo implica riesgos que van más allá de los dos países involucrados. Una operación mal calibrada en el Caribe o una acción encubierta en el norte mexicano podría desencadenar reacciones en cadena y tensiones entre socios comerciales, gobiernos fronterizos y organismos multilaterales. Para América Latina, el desafío será evitar que esta lógica se convierta en un patrón permanente que desplace la cooperación civil por una arquitectura de seguridad dominada por Estados Unidos.
.@SecRubio: "Tenemos una sólida cooperación con México, El Salvador, Ecuador, Guatemala y varios países del hemisferio que nos ayudan por tierra a impedir que estos flujos lleguen hasta aquí ... Al contrario, el régimen venezolano ha facilitado durante mucho tiempo el uso del… pic.twitter.com/ACILkuxezi
— USA en Español (@USAenEspanol) November 13, 2025
En este contexto, tanto Venezuela como México enfrentan dilemas estratégicos distintos pero entrelazados. La primera intenta sobrevivir a una presión externa que amenaza con desencadenar dinámicas de guerra irregular, mientras el segundo busca impedir que una decisión unilateral de Washington altere la estabilidad de la frontera y las cadenas económicas regionales. La región observa cómo ambos modelos de respuesta podrían anticipar el tono de la política hemisférica en los próximos años.