El peronismo, pieza clave del entramado político argentino desde hace casi ocho décadas, se encuentra hoy en una encrucijada que combina derrota electoral, fractura interna y urgencia estratégica. En un contexto en el que el gobierno de Javier Milei avanza con agenda propia y el sistema de partidos se reajusta, el PJ aparece dividido, sin una conducción clara y atrapado entre versiones enfrentadas de su identidad.
Por un lado, aparece el coro de gobernadores que reclaman protagonismo propio: cada uno con su rodaje territorial, sus lealtades locales y su sintonía variable con la línea nacional. Por otro, está la figura de Cristina Fernández de Kirchner, que pese a sus condenas y restricciones continúa ejerciendo influencia simbólica y práctica en la estructura partidaria. Esa tensión, lejos de resolverse, se profundiza en cada instancia que los distritos electorales y los calendarios comicios imponen.
La derrota -o al menos el rendimiento por debajo de lo esperado- en distritos clave actuó como detonante. En la provincia de Buenos Aires, bastión histórico del peronismo, el resultado electoral reveló no sólo la insoportable presión del adversario, sino también la fragilidad del dispositivo interno para sedimentar una respuesta. Esa fisura exhibe dos vertientes que se miran de reojo: la “rama K” que apuesta a la continuidad del legado kirchnerista, y el “peronismo crítico” que busca relanzar el discurso bajo nuevos liderazgos, menos ligados a las estructuras tradicionales.
El problema es doble: primero, que la dispersión de actores vulnera la necesaria articulación de un bloque sólido frente al gobierno; segundo, que la identidad misma del peronismo queda interpelada. ¿Es una fuerza de resistencia ante la liberalización económica? ¿Un proyecto nacional y popular anclado en sus mitos históricos? ¿O se convertirá en una coalición amorfa de intereses provinciales y personales? Las respuestas aún no están definidas y la urgencia no espera.
En ese marco aparece una paradoja: el peronismo que, en momentos de hegemonía, era capaz de reabsorber crisis y reinventarse, hoy parece paralizado en su capacidad de recomponer alianzas y concentrar liderazgo. Los intendentes, los gremios, los sectores productivos tradicionales -todos siguen siendo piezas del tablero-, pero ninguno asume con claridad el mando del timón de la nave. Esa ausencia se traduce en mensajes cruzados, estilos de campaña divergentes y debates estratégicos que filtran a la opinión pública más falta de unidad que cohesión.
El escenario repercute en lo electoral: sin conducción única, el partido corre el riesgo de presentarse fragmentado en 2025‑2027, mientras el adversario central capitaliza su narrativa de “nuevo” frente que viene a cambiarlo todo. Y mientras tanto, la interna se sigue librando en los pasillos de las provincias, en las reuniones de comité y en los despachos de los gobernadores. El desgaste es más político que orgánico, pero no por eso menos grave.
En definitiva: el peronismo hoy no sólo enfrenta al rival externo, sino que libra una batalla consigo mismo. En esa batalla se redefinen liderazgos, estrategias y hasta lealtades. Y como en todas las grandes crisis peronistas, la pregunta clave no es sólo quién conduce, sino desde qué relato lo hace. Queda por ver si el movimiento logra recomponerse desde la acción o simplemente resignarse al papel de actor secundario. En juego no está sólo su inmediatez electoral, sino su vigencia como fuerza histórica.