La reciente presencia del USS Gerald R. Ford, el portaaviones más grande y avanzado de Estados Unidos, volvió a mover las piezas del tablero regional y despertó una pregunta que no solo es militar, sino también jurídica: ¿un portaaviones puede navegar frente a la costa de otro país o incluso ingresar en sus aguas territoriales sin autorización? Aunque parezca un gesto agresivo, el Derecho Internacional contempla esa posibilidad bajo reglas muy precisas.
La respuesta está en la Convención de la ONU sobre el Derecho del Mar, que permite que cualquier buque, incluso uno de guerra, atraviese el mar territorial de otro Estado siempre que cumpla con el llamado paso inocente. Esto significa que la nave debe transitar de forma rápida, continua y sin realizar acciones que puedan interpretarse como una amenaza. Durante ese cruce no puede lanzar aviones, hacer maniobras militares, interferir comunicaciones, ni recolectar información. Si se mantiene dentro de esos límites, el país costero no puede impedir su paso; si los viola, sí puede exigir que abandone la zona.

Este punto es uno de los más polémicos. La Convención no especifica si los buques de guerra deben avisar o pedir autorización antes de ingresar, y eso generó prácticas completamente distintas. Algunos países, entre ellos Argentina, India y China, sostienen que una nave militar debe solicitar permiso antes de entrar en su mar territorial. Otros, como Estados Unidos, Reino Unido o Francia, afirman que exigir autorización limita la libertad de navegación y que el paso inocente no requiere ningún aviso previo. Washington refuerza esta posición con sus Operaciones de Libertad de Navegación FONOP, en las que navega deliberadamente por zonas donde considera que otros Estados aplican controles excesivos.
En este escenario, la presencia del Gerald R. Ford cerca del Caribe tiene una lectura inevitable: es un movimiento político en un momento de tensión entre Washington y Caracas. Para el gobierno venezolano, un portaaviones estadounidense en la región es una señal de presión. Para Estados Unidos, se trata de un despliegue rutinario dentro de su estrategia regional. Entre ambas narrativas aparece el componente jurídico, porque la proximidad del buque vuelve a encender la discusión sobre hasta dónde llega la soberanía marítima y qué margen tienen las grandes potencias para operar cerca de la costa de otros países.

Si uno se guía por la letra de la ley, el tránsito inocente no puede ser bloqueado. Pero en la práctica ningún país está dispuesto a escalar un conflicto enfrentando directamente a un portaaviones nuclear. Por eso, estos episodios suelen resolverse en el plano diplomático, con comunicados, advertencias y tensiones públicas más que con barcos interceptando la ruta de una potencia militar.
El despliegue del Gerald R. Ford vuelve a poner sobre la mesa un viejo dilema del Derecho del Mar: dónde termina el control que un país ejerce sobre sus aguas y dónde comienza la libertad de navegación que reclaman las grandes potencias. En el Caribe, esa frontera vuelve a estar al límite.
