El reciente rescate de 20 personas secuestradas en la zona industrial Piggy Back de Culiacán expuso el grado de infiltración con el que operan las redes criminales en espacios urbanos formales. El operativo del Ejército y la Guardia Nacional permitió liberar a víctimas registradas como desaparecidas y asegurar armas, inhibidores de señal y equipo táctico, confirmando que la frontera entre economía legal y estructura criminal es cada vez más estrecha en Sinaloa. Estos hallazgos se inscriben en una espiral de violencia marcada por miles de desapariciones y municipios convertidos en zonas de silencio.
A cientos de kilómetros, en Jalisco, el descubrimiento de un campo de exterminio en Teuchitlán, con hornos clandestinos y restos humanos calcinados, evidenció otro rostro del mismo fenómeno: la desaparición como política criminal sostenida. Allí, víctimas reclutadas bajo engaños fueron sometidas a disciplina paramilitar y obligadas a participar en la eliminación de cuerpos. Ambas escenas, una de rescate y otra de devastación post mortem, revelan que las organizaciones criminales combinan retención forzada, explotación y borrado físico de las víctimas.
Tanto en Culiacán como en Teuchitlán, los grupos armados consolidan infraestructura dual: talleres, ranchos o espacios productivos que funcionan simultáneamente como centros de cautiverio, entrenamiento o exterminio. En Sinaloa, la disputa interna del Cártel de Sinaloa sostiene un clima de tensión que multiplica secuestros y desapariciones. En Jalisco, el dominio territorial del CJNG explica la capacidad de sostener instalaciones clandestinas por largos periodos. En ambos casos, la presencia del Estado llega tarde y de forma incompleta.
Otro punto común es el papel determinante de la sociedad civil. En Sinaloa, los colectivos advierten sobre municipios enteros donde periodistas y activistas ya no pueden trabajar. En Jalisco, fueron los colectivos de búsqueda quienes empujaron el caso a la agenda nacional tras denunciar que la fiscalía estatal había dejado inconcluso un cateo previo. Esta participación ciudadana se convirtió en el último dique frente a redes criminales que operan con enorme libertad.
Gracias al trabajo del Grupo Especial de Detectives de la SSPE, hoy tres personas que habían sido privadas de su libertad en Ciudad Juárez pudieron regresar a salvo.
— Secretaría de Seguridad Pública del Estado (@SSPEChihuahua) November 17, 2025
Su labor incansable y el compromiso con la vida de cada ciudadano hicieron posible este rescate. pic.twitter.com/snv8PgZLcm
La comparación entre ambas escenas muestra un Estado más reactivo que preventivo. En Culiacán hubo liberados, pero ninguna detención inmediata; en Teuchitlán, hubo hallazgos atroces, pero también omisiones oficiales que permitieron que el centro siguiera activo. Este patrón erosiona la confianza pública y refuerza la percepción de que la respuesta institucional es irregular, dependiente de presiones sociales y de momentos políticos.
🇲🇽 | URGENTE: Las madres buscadoras están denunciando que EL GOBIERNO DE MÉXICO está modificando la escena del crimen en los campos de exterminio de Teuchitlán.
— Agustín Antonetti (@agusantonetti) March 20, 2025
ESTÁN LIMPIANDO EL TERRENO. EL GOBIERNO ES CÓMPLICE.
Por favor, necesitamos difusión mundial.pic.twitter.com/lztQ5FelOZ
Lo ocurrido en Sinaloa y Jalisco evidencia que la violencia ya no se limita a episodios aislados, sino que descansa en estructuras clandestinas profundamente integradas al territorio. La ausencia de una estrategia que combine inteligencia, fortalecimiento local y protección efectiva a colectivos de víctimas permite que estos enclaves criminales se repliquen. Mientras las organizaciones armadas sigan administrando la desaparición como recurso de control, la distancia entre rescate y exterminio seguirá siendo, dolorosamente, solo geográfica.