La relación entre Camilla Parker Bowles y el entonces príncipe Carlos nunca fue sencilla. Se conocieron en los años setenta, fueron pareja un tiempo y luego siguieron caminos distintos, pero el vínculo nunca se cortó del todo. Cuando Carlos se casó con Diana en 1981, Camilla quedó en un lugar incómodo que con el tiempo se transformó en uno de los capítulos más polémicos de la monarquía británica.
Durante años, Camilla fue vista como una figura disruptiva dentro de la familia real. El público no la aceptaba, la prensa la señalaba como responsable de la infelicidad del matrimonio entre Carlos y Diana, y hasta la propia reina Isabel II mantuvo distancia. No fue hasta finales de los noventa -después de la muerte de Diana- que la relación empezó a blanquearse lentamente.

Ese contexto explica por qué la boda de 2005 no era una boda más: era un gesto político y un intento de dejar atrás años de conflicto, críticas y tensiones internas.
Carlos y Camila se casaron en una ceremonia civil en Windsor, algo inédito para un heredero al trono. Ambos eran divorciados y la Iglesia Anglicana no habilitaba bodas religiosas en esas condiciones. Eso determinó no solo el tipo de ceremonia, sino también la estética y las decisiones alrededor de la imagen pública del evento.
En una boda así, el blanco no era la opción natural. Tradicionalmente, ese color se asocia con primeras bodas religiosas y con un simbolismo ligado a la pureza y a las uniones “convencionales” dentro de la realeza. Nada de eso encajaba con la historia de Carlos y Camilla, una pareja que llegaba al altar con un pasado complejo, divorcios previos y una narrativa muy distinta a la que la monarquía solía proyectar. Además, el Palacio buscaba un tono sobrio y contenido, evitando cualquier gesto que pudiera generar polémicas o comparaciones incómodas con el matrimonio entre Carlos y Diana.

Uno de los puntos más difundidos -y que en redes suele aparecer simplificado- es que Camilla no usó blanco porque la reina Isabel II asistió vestida de ese color. Si bien no existe una regla escrita que lo prohíba, sí funciona una etiqueta básica dentro de la monarquía: nadie debe opacar visualmente a la Reina.
Isabel II llevó un conjunto claro, entre blanco y crema, como solía usar en ceremonias formales. Camilla, que en ese momento aún estaba construyendo su aceptación pública, eligió un color neutro que transmitiera respeto y prudencia.

El famoso conjunto gris-azulado diseñado por Robinson Valentine no fue solo una cuestión estética. Ese color llevaba un mensaje muy claro: mostraba discreción en un matrimonio que aún despertaba opiniones divididas, y transmitía respeto hacia la reina Isabel II en un día clave para la imagen pública de la Corona. También evitaba cualquier gesto que pudiera leerse como ostentoso o provocador. Camilla no quería “reivindicar” nada con su look; al contrario, buscaba integrarse sin tensiones en una institución que todavía la observaba con cautela.
Para la ceremonia civil ya había optado por un traje crema, igual de sobrio, y para la bendición religiosa incorporó el gris, acompañado por un tocado dorado que terminó convirtiéndose en una de las imágenes más recordadas de la jornada. Todo estaba calculado para reflejar prudencia y marcar un punto de inflexión sin eclipsar a nadie.

La boda de Carlos y Camila fue, más que un evento romántico, una muestra clara de que la familia real quería cerrar un capítulo complicado de su historia reciente. El tono sobrio de la ceremonia, los colores elegidos y la decisión de evitar cualquier gesto grandilocuente fueron parte de un mismo mensaje: mostrar que la monarquía podía avanzar sin negar el pasado, reconociendo las tensiones que habían marcado a la pareja pero apostando por una etapa más estable. No era una celebración explosiva, sino un acto pensado para recomponer, ordenar y proyectar continuidad institucional.