El 18 de noviembre de 1978 quedó marcado como uno de los episodios más perturbadores del siglo XX. En una zona remota de la selva de Guyana, 918 personas -incluidos más de 300 niños- murieron tras ingerir un cóctel de cianuro obedeciendo las órdenes de Jim Jones, el líder del Templo del Pueblo. La comunidad conocida como Jonestown, creada como un supuesto refugio idealista, terminó siendo escenario del mayor suicidio colectivo de la era moderna.
El Templo del Pueblo había surgido en la década del cincuenta en Estados Unidos con un discurso de justicia social, integración racial y asistencia a los sectores más vulnerables. Ese mensaje progresista, inusual para la época, atrajo a miles de seguidores. Pero el liderazgo carismático de Jones rápidamente se transformó en un sistema autoritario: control absoluto de la vida cotidiana, manipulación emocional, castigos físicos, separación forzada de familias y entrega de bienes personales a la organización.
A medida que crecían las denuncias por abuso psicológico, explotación laboral y prácticas coercitivas, Jones enfrentaba un escrutinio creciente por parte de la prensa y de las autoridades. Su respuesta fue radical: trasladar a sus seguidores fuera del país para consolidar un proyecto autosuficiente e impermeable al control externo. Así nació Jonestown, construido desde cero en la selva guyanesa, presentado como una utopía agrícola socialista.
Pero la vida en Guyana estuvo lejos de cualquier ideal. El aislamiento geográfico favoreció un ambiente de sumisión total: guardias armados conocidos como los “ángeles de la guarda”, discursos de Jones transmitidos por altavoces a toda hora, restricciones a la comunicación con familiares en Estados Unidos, castigos públicos, jornadas laborales extenuantes y un control minucioso del sueño, la comida y los vínculos personales. Para muchos, la comuna se convirtió en una prisión sin muros.

La tensión acumulada llegó al límite cuando el congresista estadounidense Leo Ryan viajó a Jonestown en noviembre de 1978 para investigar denuncias de abusos, desapariciones y retención ilegal de personas. Aunque logró entrevistar a residentes y convencer a algunos de abandonar la comunidad, nunca llegó a completar su misión: él y miembros de su equipo fueron emboscados y asesinados en la pista de aterrizaje de Port Kaituma, cuando se disponían a regresar a Estados Unidos.

Minutos después del ataque, Jim Jones ordenó ejecutar el “acto de revolución”, una práctica que el grupo había ensayado varias veces como demostración de lealtad. Esta vez era definitivo. Grabaciones recuperadas permiten escuchar a Jones instruyendo a las familias a ingerir la bebida con cianuro, bajo un clima de pánico y coerción. Muchos adultos fueron forzados, otros envenenados por inyección, y cientos de niños murieron sin oportunidad de resistir.
A casi medio siglo de distancia, Jonestown sigue siendo un caso emblemático en el estudio de grupos coercitivos, psicología del fanatismo y dinámicas de liderazgo destructivo. También funciona como un recordatorio incómodo: la búsqueda de pertenencia, el desencanto político y las desigualdades sociales pueden convertirse en terreno fértil para que líderes manipuladores construyan estructuras cerradas, capaces de llevar a cientos de personas a la autodestrucción.
Lo ocurrido en Guyana no fue un incidente aislado, sino el final de un proceso de radicalización que avanzó a la vista de muchos, impulsado por carisma, miedo, control y aislamiento. Y por eso, décadas después, Jonestown sigue siendo un espejo inquietante de riesgos que persisten en la actualidad.