La controversia desatada por la estimación de 3.000 toneladas de cocaína potencial en Colombia reconfiguró el tablero regional de la política antidrogas. El Gobierno colombiano cuestionó la metodología de la ONU por considerar que exagera la capacidad productiva del país y distorsiona los resultados recientes en reducción de cultivos y acciones operativas. En paralelo, surgió un debate más amplio sobre la capacidad de los organismos multilaterales para medir fenómenos ilícitos complejos sin generar lecturas que afecten la legitimidad política de los Estados que monitorean.
En este escenario, el caso de Bolivia volvió a adquirir centralidad. La revisión crítica solicitada por La Paz sobre la clasificación internacional de la hoja de coca confronta directamente la lógica prohibicionista que domina los tratados desde mediados del siglo XX. Para Bolivia, mantener la coca en listas de fiscalización estricta es un error histórico que no distingue entre usos tradicionales y procesamiento ilícito, y que termina castigando prácticas culturales andinas sin un sustento técnico actualizado.
La coincidencia entre ambos países reside en la pugna por las metodologías de medición. Colombia rechaza que la ONU proyecte incrementos productivos con base en supuestos sobre eficiencia criminal, mientras Bolivia denuncia que los informes de cultivos sobredimensionan la relación entre hoja natural y cocaína. Ambos gobiernos señalan que estas cifras, al ser tomadas como referencia por socios internacionales, influyen en cooperación, financiamiento y reputación exterior, generando tensiones que trascienden lo técnico.
La discusión también apunta a los modelos alternativos de regulación. Colombia impulsa una estrategia centrada en desarrollo rural y sustitución voluntaria, en vez de priorizar la erradicación forzada. Bolivia, por su parte, enfatiza el control comunitario y la defensa de los usos tradicionales de la coca. Estas visiones contrastan con los parámetros uniformes de la ONU, que buscan estandarizar criterios en un ámbito marcado por profundas diferencias culturales, territoriales y socioeconómicas.

Las tensiones abiertas sugieren un escenario donde América Latina podría ganar protagonismo en la discusión global sobre drogas. La convergencia entre los reclamos de Colombia y Bolivia impulsa un llamado a revisar metodologías, actualizar categorías y reconocer que la economía cocalera no puede ser entendida sin considerar territorialidad, cultura y desigualdad rural. En este sentido, el desafío radica en compatibilizar soberanía nacional con mecanismos multilaterales que buscan uniformidad en un terreno donde la diversidad es estructural.

De fondo, estas controversias reflejan la disputa por el poder de definir la narrativa sobre la coca y la cocaína. Mientras los Estados buscan afirmar su capacidad de control, la ONU defiende métricas que considera esenciales para la cooperación internacional. El resultado es un equilibrio inestable donde cada cifra adquiere peso político, y donde cualquier ajuste metodológico puede modificar la percepción global sobre la región. El debate, lejos de concluir, abre un ciclo de renegociaciones en el que Colombia y Bolivia buscan un asiento más influyente.