En una Europa todavía marcada por ciudades destruidas, millones de muertos y el trauma del Holocausto, comenzó en Alemania un juicio que nadie sabía si era posible, pero que todos entendían como necesario. Por primera vez, las potencias aliadas se reunían para acusar formalmente a los principales jerarcas del nazismo. El propósito era claro: demostrar que incluso los líderes más poderosos podían ser responsabilizados por crímenes cometidos bajo la bandera de un Estado.
El clima en la sala era tenso y casi irreal. El Palacio de Justicia de Núremberg se había convertido en un escenario simbólico para exponer los engranajes de una maquinaria represiva que había llevado al mundo a la guerra más devastadora de la historia. La evidencia era tan abrumadora como inédita: documentos firmados por los acusados, órdenes para deportaciones masivas, registros minuciosos del funcionamiento de los campos de exterminio, fotografías, filmaciones y testimonios que revelaban la dimensión industrial del genocidio.
En el banquillo se sentaron 24 hombres que habían sido pilares del Tercer Reich, el régimen dictatorial nazi encabezado por Adolf Hitler: ministros, militares, diplomáticos, ideólogos y responsables directos de la represión. El político, militar y aviador, Hermann Göring, intentó presentarse como un líder leal que solo obedecía al Führer; Joachim von Ribbentrop negó haber entendido el alcance de las decisiones que firmaba; otros alegaron disciplina militar o ignorancia. El tribunal dejó algo claro desde el primer día: la obediencia debida no exime cuando las órdenes implican atrocidades.

El veredicto final cambió la historia. Doce de los acusados fueron condenados a muerte, siete recibieron penas de prisión y tres fueron absueltos. Pero más importante que las sentencias fue el marco jurídico que surgió de aquel proceso. Núremberg no solo expuso los crímenes cometidos por el nazismo: creó categorías legales que hasta entonces no existían con precisión. Por primera vez se habló formalmente de crímenes contra la humanidad, se definieron los crímenes de guerra, se consolidó el concepto moderno de genocidio y se estableció la idea de responsabilidad penal individual, incluso para jefes de Estado, ministros o altos mandos militares.
Esos principios, considerados revolucionarios en 1945, se convirtieron en la base de toda la justicia penal internacional moderna. Sin Núremberg no habrían existido los tribunales para Ruanda y la ex Yugoslavia, ni la Corte Penal Internacional fundada en 2002. Tampoco las doctrinas que hoy se invocan para investigar ataques contra civiles, deportaciones, torturas o bombardeos que violan el derecho humanitario en conflictos como Ucrania, Gaza, Sudán o Myanmar.

Ese mismo marco jurídico también inspiró, décadas más tarde, los juicios por crímenes de lesa humanidad en Argentina, donde se aplicaron principios nacidos en Núremberg -como la responsabilidad individual, la imprescriptibilidad y la inadmisibilidad de la obediencia debida- para juzgar secuestros, torturas y desapariciones forzadas cometidas durante la última dictadura.
Pese a su enorme impacto, el juicio de Núremberg, no está libre de debates. Algunos lo calificaron como “justicia de los vencedores”, señalando que solo se juzgó a los responsables del bando derrotado. Otros respondieron que, por primera vez, la comunidad internacional intentaba construir reglas éticas universales en un momento en el que el planeta necesitaba redefinir sus límites morales. Ocho décadas después, el peso simbólico de Núremberg continúa siendo una referencia cuando se discuten crímenes de guerra, responsabilidades estatales y límites de la violencia política.

El 20 de noviembre no solo recuerda un juicio. Recuerda el instante en el que la humanidad intentó poner nombre, ley y memoria a lo peor de sí misma. En tiempos en los que la guerra vuelve a ocupar titulares y las denuncias por atrocidades estremecen a la opinión pública global, Núremberg funciona como un recordatorio incómodo pero necesario: la justicia internacional nació como un acto de voluntad política, y su vigencia depende de que los Estados sigan eligiendo sostenerla. Desde Argentina -donde los juicios de lesa humanidad se convirtieron en un ejemplo mundial- esa resonancia es aún más fuerte: muestra que los principios surgidos en 1945 no son una reliquia del pasado, sino herramientas vivas para enfrentar la violencia y exigir responsabilidad, incluso dentro de las propias fronteras.