24/11/2025 - Edición Nº1021

Opinión


Altares del Siglo XXI

Aguante la familia

23/11/2025 | La fortaleza de una comunidad se mide también por la calidad de los vínculos que se cultivan en casa.



En tiempos de cambios acelerados, discusiones permanentes y una agenda pública que parece abarcarlo todo, hay conceptos que permanecen. La familia es uno de ellos. Lejos de ser una idea anclada en el pasado, sigue siendo un punto de referencia indispensable para comprender cómo se forma, evoluciona y se sostiene una comunidad. No se trata de idealizar un modelo, sino de reconocer un hecho simple: la familia es el primer entorno en el que aprendemos a habitar el mundo. 

Antes de que aparezcan las responsabilidades laborales, las presiones económicas o las exigencias de la vida adulta, hubo alguien que nos recibió, nos cuidó y nos enseñó los rudimentos elementales de la convivencia. Ese proceso temprano, muchas veces silencioso, constituye la base sobre la cual se organiza buena parte de nuestra vida emocional y social. Y por más que las formas familiares se diversifiquen, lo que se juega allí sigue siendo esencial

En la Argentina actual, donde la conversación pública atraviesa un clima de polarización constante, la familia continúa operando como un espacio de contención y aprendizaje. Allí se ensaya, aun sin proponérselo, la capacidad de dialogar, de ceder, de reparar vínculos y de sostener responsabilidades cotidianas. Capacidad que luego se proyecta a la calle, al trabajo, a la vida ciudadana. No es casual que mucho del clima social se refleje -para bien o para mal- en el clima familiar. 

Aunque solemos afirmar que la persona es un ser social, pocas veces se reconoce que la base de esa socialidad se aprende en casa. No es únicamente vivir acompañado, sino descubrir que la convivencia exige reglas, gestos y límites que permiten construir un vínculo estable. Compartir la mesa, escuchar a los mayores, respetar los tiempos del otro: prácticas pequeñas que moldean la manera en que nos relacionamos con desconocidos, colegas o vecinos. 

Sería ingenuo, sin embargo, suponer que la familia es siempre un ámbito armónico. Muchas personas cargan con experiencias difíciles: carencias afectivas, distancias, tensiones no resueltas. Reconocerlo no debilita la importancia de la familia; la vuelve más real. Frente a esas historias, la pregunta deja de ser qué recibimos y pasa a ser qué estamos dispuestos a construir. Qué tipo de familia queremos formar. Qué gesto, qué palabra, qué límite puede iniciar un cambio que no repita modelos que dolieron.

La vida contemporánea tampoco facilita las cosas. La incertidumbre económica, la sobrecarga laboral, la soledad y la velocidad de los ritmos actuales hacen que el hogar no siempre sea un lugar de descanso. Sin embargo, incluso en medio de estas tensiones, la familia conserva una función insustituible: ofrecer un espacio donde no se exige una versión perfecta de uno mismo. Donde alcanza con estar, con acompañar, con sostener de manera simple y honesta.

Sostener una familia es un trabajo permanente. Implica acuerdos, renuncias, paciencia, diálogo y la conciencia de que convivir no es un acto espontáneo, sino una práctica diaria. Pero cuando ese esfuerzo se sostiene en el tiempo, la familia deja de ser únicamente un origen y se convierte en un proyecto. En un horizonte que ordena y da sentido, especialmente en un país donde el porvenir suele verse inestable.

Distintas tradiciones religiosas y culturales reconocieron desde hace siglos esta centralidad. No como imposición moral, sino como constatación antropológica: la familia es el ámbito donde se adquieren valores fundamentales como el cuidado del otro, la solidaridad, la reciprocidad y el compromiso. Valores que ninguna institución logra suplir por completo. 

En una sociedad que, por momentos, parece avanzar hacia lógicas cada vez más individualistas, defender la relevancia de la familia no es un gesto conservador. Es un acto de responsabilidad ciudadana. Porque sin vínculos fuertes, ninguna comunidad se sostiene. La Argentina que aspiramos a construir -más justa, más estable, más dialogante- necesita hogares donde esos valores se ensayen todos los días. 

La familia es también memoria: relatos, gestos, hábitos y tradiciones que ayudan a comprender de dónde venimos y nos orientan sobre hacia dónde queremos ir. Esa memoria no limita la libertad; la fortalece. 

Incluso con grietas, con ausencias, con heridas, el deseo de familia permanece. No como un mandato, sino como la expresión más humana de la necesidad de pertenecer y de construir algo que perdure más allá de uno mismo. Cuidar la familia es, en definitiva, apostar por vínculos más sólidos, más duraderos y más responsables. 

Si queremos una sociedad menos frágil y más estable, tal vez el punto de partida no esté tanto en grandes reformas, sino en la manera en que se conversa, se escucha y se acompaña en cada hogar. Porque, aun con todas sus imperfecciones, la familia continúa siendo el primer lugar donde aprendemos -o dejamos de aprender- cómo vivir con otros. Y de ese aprendizaje depende, en buena medida, el tipo de país que llegaremos a ser.

 

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