Hay veces en que las cosas se ordenan por fuerzas mayores. No por los reglamentos, ni por los escritorios, ni por los que siempre llegan tarde a decir lo que ya saben todos. Se ordenan porque hay gestos que desarman cualquier cálculo. En un país que hace culto al fetiche de la rosca, donde la política cree que todo se decide en una mesa chica, el fútbol —nuestra pasión más grande— peca de lo mismo. Todo sigue el curso invariable de la mediocridad hasta que alguien que no estaba invitado hace lo que corresponde. Y entonces toda la arquitectura del poder queda expuesta como lo que es, un castillo armado con servilletas húmedas. Ahí aparece la verdad, que no es un concepto sino un instinto. Lo que el pueblo siente antes de que algún iluminado lo explique.
Es cierto que las causas justas tienen menos chances, pero aun así avanzan empujadas por algo superior. Hay alianzas que duran mientras nadie pregunte demasiado. Y hay gestos que las rompen sin necesidad de palabras. Cuando uno ve eso, entiende que la rebeldía, cuando es genuina, no necesita épica, solo necesita decir “no”. Aunque cueste. Aunque no convenga. Aunque incomode y deje a todos mirando para otro lado.
La justicia social es eso. No es una bandera, sino un reflejo colectivo. Una manera de distinguir lo digno de lo indigno incluso cuando conviene callarse. Las causas fáciles resuelven el día, las justas ordenan la época. Las primeras acomodan el tablero, las segundas lo dan vuelta.
A veces la verdad tarda, pero llega. O llega de un modo inesperado, como un resultado que no estaba en el libreto. Y en esos momentos se nota quién está enamorado del poder y quién entiende algo anterior, que el poder no viene de los poderosos. El poder emana de la gente. Tener poder es que la gente te quiera. Y eso no es para cualquiera.
