La posibilidad de que Nicolás Maduro intente recomponer vínculos con Estados Unidos ofreciendo petróleo como moneda de negociación dice más sobre la debilidad del régimen que sobre su astucia diplomática. Según análisis recientes, Caracas estaría evaluando redirigir parte de sus exportaciones hacia el mercado estadounidense o conceder licencias ampliadas a empresas norteamericanas, en un intento por aliviar sanciones y recuperar oxígeno financiero. Sin embargo, el cuadro estructural es elocuente: Venezuela llega a esta mesa con una industria deteriorada, una economía asfixiada y una capacidad de producción muy lejos de sus años de abundancia.
La foto actual del sector petrolero venezolano es el resultado directo de años de mala gestión, corrupción y decisiones ideológicas que expulsaron inversión y talento. La producción ronda alrededor de 1,1 millón de barriles diarios, una fracción de lo que el país llegó a bombear en su apogeo. Para sostenerse, el chavismo volcó más del 80% de sus exportaciones de crudo hacia China en los últimos meses, muchas veces con descuentos significativos. Ese desvío, impuesto por las sanciones estadounidenses, refleja un patrón claro: Maduro ya no elige libremente a sus socios energéticos, se limita a aceptar las condiciones de quienes aún están dispuestos a comprar.
En este contexto, lo que Caracas puede poner sobre la mesa frente a una administración Trump es limitado. Ofrecer barriles a Estados Unidos o flexibilizar el ingreso de compañías norteamericanas no parte de una posición de fuerza, sino de necesidad. Venezuela busca salir del cerco financiero y reducir su dependencia de China, pero carece de infraestructura moderna, estabilidad regulatoria y garantías mínimas que atraigan inversiones a gran escala. La oferta petrolera de Maduro llega condicionada por años de deterioro interno que el propio régimen ayudó a profundizar.
Para Washington, el incentivo de aceptar un acuerdo amplio también es relativo. El mercado energético global se encuentra en un momento de relativa estabilidad y Estados Unidos posee una capacidad de producción considerable. El petróleo venezolano puede ser un complemento, pero difícilmente un recurso indispensable. Esto coloca a Maduro en un punto incómodo: acude a la negociación con un activo cuyo valor relativo se ha reducido, mientras enfrenta la presión de sanciones financieras, acusaciones por narcotráfico y la designación del Cartel de los Soles como organización terrorista.

Lejos de ser una jugada maestra, el giro hacia el diálogo con Washington revela una diplomacia a la defensiva. Durante años, el chavismo construyó su narrativa sobre la confrontación con Estados Unidos y la alianza con potencias como Rusia, China e Irán. Hoy, la búsqueda de un entendimiento con Trump expone el límite de esa estrategia: cuando la economía se agota y la legitimidad interna se erosiona, el discurso antiimperialista resulta insuficiente para sostener al régimen.
🇻🇪 Venezuela es el país con más reservas probadas de petróleo. Su geopolítica se fundamenta en su posición geográfica y sus enormes recursos naturales.
— El Orden Mundial (@elOrdenMundial) November 16, 2025
La actividad económica se desarrolla principalmente en la zona norte del país, donde también se concentra el 65% de la… pic.twitter.com/FlfRM57VqS
En última instancia, la ecuación es clara. Maduro intenta convertir el poco petróleo que le queda en una ficha de negociación capaz de comprar tiempo y aliviar sanciones. Pero el desbalance de poder favorece a Washington, que puede escuchar ofertas sin comprometer su posición estructural. La verdadera debilidad no reside en la cantidad de barriles disponibles, sino en una década de decisiones que redujeron a Venezuela de potencia energética a proveedor residual. Es desde esa fragilidad que el régimen llega hoy a cualquier posible mesa de negociación.