Los recientes fallos judiciales contra Santiago Uribe Vélez y contra altos directivos de Chiquita Brands reactivaron un debate que Colombia arrastra desde hace décadas: el papel de actores civiles y empresariales en el auge del paramilitarismo. Ambos procesos, separados por contextos y perfiles, comparten una coincidencia estructural: revelan cómo la violencia que marcó al país no se sostuvo solo en fusiles, sino también en respaldos financieros y relaciones sociales que facilitaron la consolidación de grupos armados ilegales.
La condena a Uribe, por su presunta participación en la organización de Los 12 Apóstoles, y la sentencia contra ejecutivos bananeros por financiar a las AUC, dibujan un mapa donde las responsabilidades trascienden la jerarquía militar. La justicia colombiana, al abordar estos casos, expone la dimensión arraigada de un fenómeno que involucró a ganaderos, políticos regionales y empresas que desarrollaron actividades en territorios bajo presión de grupos armados.
Los dos fallos destacan un elemento en común: la existencia de estructuras civiles articuladas para reforzar o facilitar operaciones de grupos paramilitares. En el caso de Uribe, los jueces señalaron la presunta participación directa en la conformación de un aparato organizado que actuó bajo la lógica de la "limpieza social". En el de Chiquita, los magistrados concluyeron que ejecutivos autorizaron pagos sistemáticos a las AUC, que ejercían control territorial en zonas bananeras altamente disputadas.
Aunque las trayectorias de los acusados difieren, la lógica descrita por los tribunales coincide en un punto clave: la violencia no fue únicamente un instrumento militar, sino un sistema sostenido por flujos económicos, legitimación social y alianzas funcionales. Estas dinámicas permitieron que la influencia paramilitar creciera desde los noventa con una capacidad de penetración que alcanzó instituciones, mercados y comunidades.
#ElReporteCoronell Última hora: El hacendado Santiago Uribe Vélez acaba de ser condenado en segunda instancia por homicidio agravado, conformación de grupos paramilitares, concierto para delinquir y concurso de delitos de Lesa Humanidad. Esta es la sentencia del Tribunal Superior… pic.twitter.com/rPdSe1axvC
— Daniel Coronell (@DCoronell) November 25, 2025
Las condenas plantean interrogantes sobre la persistente dificultad del Estado para romper los vínculos entre economía legal e ilegal. En el plano político, el caso Uribe reactiva discusiones sobre la influencia del uribismo y sus tensiones con la justicia, mientras el expediente Chiquita abre un frente de responsabilidad corporativa que puede derivar en nuevas demandas civiles y penales. Ambos fallos desafían narrativas que aislaron el fenómeno del paramilitarismo en una dimensión puramente militar.
Comunicado a la opinión pública de la defensa y vocería del señor Santiago Uribe Vélez. @JuanFelipe1985 @JesusAlbeiroYe1 pic.twitter.com/M7iBYregET
— Jaime Granados Peña (@JGranadosPena) November 25, 2025
Más allá de las sentencias, el impacto se proyecta hacia debates sobre verdad, reparación y garantías de no repetición. Los dos casos servirán como precedentes para evaluar el papel de élites económicas y actores regionales en la configuración del conflicto armado. En conjunto, revelan que la estabilidad futura dependerá de la capacidad institucional de reconstruir confianza, fortalecer mecanismos de supervisión y asumir que la violencia se alimentó de alianzas que aún requieren un esclarecimiento integral.