Cada diciembre, el Panettone vuelve a ocupar las mesas del mundo. Su sabor mantecoso, su textura esponjosa y su aroma a fruta confitada esconden un pasado que mezcla mito y realidad. Detrás de este dulce milanés conviven tres relatos que atraviesan cocinas duquescas, romances medievales y la revolución industrial del siglo XX.
La tradición más conocida sitúa el origen en la Nochebuena de 1495. En el palacio de Ludovico Sforza, un banquete fastuoso estuvo a punto de arruinarse cuando el postre oficial se quemó. Ante el pánico del chef, un joven ayudante llamado Toni ofreció una masa enriquecida con huevos, azúcar, pasas y fruta confitada. El duque la probó, quedó encantado y preguntó por el autor. Así habría nacido el famoso “Pan de Toni”, que con el tiempo derivó en Panettone. Aunque la anécdota emociona, los especialistas coinciden en que la historia es más compleja.

Las referencias más antiguas apuntan a una costumbre medieval muy arraigada en Milán. En 1395, un decreto autorizó a los panaderos a elaborar un pan especial para Navidad usando trigo, un cereal tan valioso que en el resto del año estaba reservado para las familias más ricas. Ese permiso transformó la celebración, porque todos podían compartir un pan festivo llamado “Pan del Ton”, expresión que en el dialecto local aludía a un pan grande y de lujo, elaborado solo en ocasiones excepcionales. Las pasas eran un símbolo de abundancia, la fruta confitada representaba salud y la masa madre aludía a la continuidad y a la buena fortuna. Regalarlo se convirtió en un gesto comunitario que expresaba deseos de bienestar y prosperidad para el año que comenzaba, una tradición que con el tiempo consolidó al Panettone como un alimento cargado de significado.
Otra historia muy difundida es la de Ughetto degli Atellani, un joven aristócrata que se enamoró de la hija de un panadero de su barrio. Para ayudarla a sostener el negocio familiar, decidió ocultar su origen y trabajar como aprendiz. Con sus propios ahorros compró manteca y azúcar, productos de lujo en la época, y los incorporó a la masa tradicional. El resultado fue un pan aromático que atrajo a multitudes, rescató la panadería de la ruina y abrió el camino para que los jóvenes pudieran casarse. Según esta versión romántica, el nombre del dulce derivaría de la palabra milanesa “Panetton”, que hacía referencia a un pan grande y festivo.

El dulce que conocemos hoy no se parece al que se comía en la Edad Media. Hasta principios del siglo XX, el Panettone era bajo y compacto, más próximo a un pan dulce rústico que a la torre esponjosa actual. La revolución llegó en 1919, cuando Angelo Motta decidió experimentar con la fermentación y dejó que la masa reposara tres veces durante casi veinte horas, un proceso lento que multiplicaba el aroma y la elasticidad.

El siguiente desafío era controlar su crecimiento. Motta notó que la masa tendía a expandirse hacia los costados y creó un molde de papel que actuaba como un corsé. Ese detalle técnico cambió todo: permitió que el Panettone creciera en vertical, desarrollara su cúpula característica y ganara una textura mucho más aireada. La innovación marcó un antes y un después en la pastelería italiana.
A partir de los años veinte, la competencia con Gioacchino Alemagna aceleró la expansión del producto. Los dos maestros pasteleros impulsaron mejoras industriales, redujeron costos y llevaron el Panettone de los obradores artesanales a la producción masiva. Esa rivalidad transformó un pan regional en un símbolo nacional, presente en todas las mesas italianas durante la Navidad.

Después de la Segunda Guerra Mundial, miles de italianos emigraron a Sudamérica y llevaron consigo sus recetas familiares, entre ellas la del Panettone. El dulce encontró un terreno fértil en Perú, Brasil y Argentina, donde se volvió parte central de las celebraciones de fin de año. En varios países de la región, su consumo llegó a superar al de la propia Italia, impulsado por la nostalgia de los inmigrantes y por la adaptación local de la receta, más económica y accesible.
El secreto de un Panettone de calidad sigue siendo la masa madre. No se utiliza levadura química, sino un cultivo vivo que debe alimentarse a diario y que define su aroma y su textura. La mezcla, cargada de manteca y yemas, es tan inestable que recién salida del horno podría deformarse por completo. Para evitarlo, los panaderos cuelgan cada unidad boca abajo durante horas, un método tradicional que evita el colapso de la estructura. Entre el amasado, el reposo y la cocción, la elaboración artesanal puede extenderse hasta tres días.

Hoy, el Panettone combina técnica, paciencia y una historia que viaja desde las cocinas de los Sforza hasta las mesas del Cono Sur. Ya sea por la leyenda del aprendiz Toni, por un romance medieval o por la creatividad de los maestros panaderos del siglo pasado, este dulce logró algo inusual: convertirse en un símbolo universal de celebración y compañía, capaz de permanecer vigente generación tras generación.