La percepción de inseguridad se ha convertido en un eje crítico para gobiernos que buscan afirmar su legitimidad en contextos marcados por el avance del crimen organizado. En Perú, el mandato de José Jerí enfrenta un creciente escepticismo ciudadano: una parte significativa del país considera que la situación se ha mantenido igual o ha empeorado, pese a la adopción de medidas excepcionales. La persistencia del temor cotidiano indica que los esfuerzos gubernamentales no han logrado transformar la experiencia social de riesgo.
De manera paralela, Ecuador vive un escenario semejante bajo el gobierno de Daniel Noboa. La profundización de la violencia y la sucesión de estados de excepción han configurado un clima en el que la ciudadanía observa más operativos que resultados. En ambos países, las expectativas de mejora se enfrentan a estructuras criminales arraigadas y a sistemas de seguridad que no logran proyectar eficacia sostenida.
Las encuestas en Perú muestran que una parte importante de la población percibe la inseguridad como un problema sin avances claros, incluso después del despliegue de estados de emergencia, bloqueos de señal en penales y nuevas tecnologías de vigilancia. La brecha entre lo anunciado y lo vivido se amplía cuando las medidas se concentran en acciones visibles pero no abordan la capacidad operativa de las bandas criminales, que continúan adaptándose con rapidez.
Ecuador refleja un patrón comparable: la militarización de las calles generó inicialmente apoyo, pero la continuidad de episodios violentos debilitó la confianza pública. En ambos casos, la población identifica un punto común: la sensación de que los gobiernos reaccionan más que planifican, lo cual alimenta la percepción de que no existe una estrategia integral capaz de modificar el escenario de fondo. La presión social se intensifica en las zonas urbanas, donde el crimen altera de forma directa la vida cotidiana.

La coincidencia entre ambos países sugiere que los estados de excepción, aunque políticamente útiles para comunicar autoridad, rara vez modifican condiciones estructurales. La persistencia de la inseguridad obliga a repensar el énfasis gubernamental: sin reformas institucionales, profesionalización policial y políticas criminales de largo plazo, las respuestas seguirán siendo episódicas y de impacto limitado. El desafío consiste en transformar la percepción sin recurrir a medidas que desgasten el Estado de derecho.

Tanto el caso peruano como el ecuatoriano muestran que la seguridad se ha vuelto un indicador central de gobernabilidad. La falta de resultados palpables perjudica la legitimidad política, debilita la confianza en las instituciones y amplía la distancia entre ciudadanía y autoridades. Si no se construyen estrategias sostenidas, la región corre el riesgo de normalizar respuestas de emergencia que no resuelven los problemas que buscan enfrentar.