La disputa por el Tratado de Aguas de 1944 volvió a colocarse en el centro de la relación bilateral después de que Estados Unidos exigiera a México acelerar las entregas pendientes del río Bravo. La presión llega en un ciclo marcado por sequías intensas, con impactos severos en ambos lados de la frontera y un deterioro de los mecanismos de cooperación que históricamente amortiguaron estas tensiones. Para Washington, el incumplimiento mexicano afecta directamente a productores agrícolas texanos que dependen de estos volúmenes para sostener su actividad.
La administración de Claudia Sheinbaum enfrenta el desafío de equilibrar obligaciones internacionales con una crisis interna de abastecimiento agravada por lluvias insuficientes, sobreexplotación de acuíferos y una infraestructura que no cumple los estándares actuales. En territorios del norte, donde la disponibilidad hídrica ya era limitada, se multiplican conflictos locales ante la posibilidad de destinar parte del recurso a cumplir con el tratado. Esto ha generado resistencias entre agricultores mexicanos preocupados por un eventual desabastecimiento.
Las conversaciones bilaterales se desarrollan en un ambiente de desconfianza creciente, alimentado por reclamos de autoridades texanas que exigen sanciones comerciales si México no acelera las entregas pactadas. El Gobierno estadounidense sostiene que el déficit acumulado es insostenible y que la situación afecta directamente la productividad agrícola y el equilibrio político en zonas fronterizas. Este escenario eleva el costo de cualquier retraso y complica la interlocución entre ambas administraciones.
En paralelo, México enfrenta su propio frente interno: comunidades rurales y organizaciones campesinas rechazan ajustes normativos que consideran centralizadores, mientras demandan mayor transparencia en la gestión del agua. Señalan que, antes de cumplir con compromisos internacionales, se deben resolver fugas, pérdidas y concesiones excesivas que drenan la capacidad hídrica nacional. La CONAGUA intenta modernizar los sistemas de medición, pero la brecha entre la demanda y la disponibilidad sigue ampliándose.

El conflicto pone de relieve una transformación más profunda derivada del cambio climático, que altera los patrones de precipitación y reduce la capacidad de recarga natural de ríos y embalses. Analistas coinciden en que el tratado, diseñado hace más de ocho décadas, no anticipó estos niveles de variabilidad climática ni la presión demográfica actual. Esto obliga a revisar la gobernanza transfronteriza del agua y a considerar inversiones que fortalezcan la resiliencia hidráulica en ambos países.

La continuidad de la disputa dependerá de la voluntad política de actualizar esquemas de cooperación y de la capacidad mexicana para mejorar su gestión interna sin sacrificar sectores sensibles. Para Estados Unidos, el tema podría escalar si la sequía se prolonga y los impactos económicos en Texas se profundizan. La relación bilateral, ya tensionada por asuntos migratorios y comerciales, encuentra ahora en el agua un punto crítico que podría redefinir prioridades de negociación.