07/12/2025 - Edición Nº1034

Opinión


Altares del Siglo XXI

Cuando el duelo duele

07/12/2025 | Una reflexión sobre esas pérdidas silenciosas que nos marcan y sobre el modo en que la fe, el tiempo y el amor nos permiten seguir.



Hay cosas de las que hablamos poco porque nos desacomodan la voz y nos obligan a admitir que hay algo que no estamos pudiendo controlar. El duelo es una de esas cosas. Y cuando digo duelo no hablo únicamente de perder a alguien que amamos. También hablo de esos finales silenciosos que también duelen: un sueño que se apaga, una relación que se termina, una jubilación que llega como una despedida de una parte de uno mismo, un proyecto que se desarma, una etapa que se cierra sin preguntarnos nada. Nada de eso se resuelve con una frase de autoayuda. El duelo incomoda porque nos recuerda que somos vulnerables, finitos, que hay personas que no vuelven y que también hay versiones de nosotros que no regresan y etapas de la vida que se cierran sin pedir permiso.

En otras columnas hablamos de las madres como ese refugio que sostiene incluso cuando todo alrededor se desarma, hablamos del perdón como un acto de libertad que no niega la herida pero la transforma. Hoy quiero quedarme en un lugar un poco más áspero, ese mientras tanto que se abre cuando alguien se va o cuando algo se termina y la vida insiste en seguir como si nada. Ese espacio raro tiene nombre y se llama duelo.

El duelo duele. Parece obvio pero vivimos en una época que se especializa en disimular lo obvio. Apenas aparece el dolor, aparece también el manual de frases hechas. “Tenés que ser fuerte”, “el tiempo cura todo”, “hay que seguir adelante”. A veces dichas con amor, a veces por torpeza, casi siempre para tapar el silencio incómodo que genera ver a alguien roto. La intención puede ser buena, pero el efecto muchas veces es el contrario: uno termina sintiéndose mal no solo por lo que perdió, sino por no estar a la altura del “ya tendrías que estar mejor”.

Lo primero que me sale decir, desde mi lugar de alguien que también tuvo que mirarse al espejo con los ojos hinchados y el corazón en la mano, es que no hay tiempos correctos para llorar. No hay fecha de vencimiento para extrañar. Y no hay diferencia entre extrañar a una persona o extrañar una vida que ya no es, un rol que ya no ocupamos, una rutina que nos quedaba cómoda. No existe un cuadro de Excel donde figure “día en que el dolor deja de doler”. Si te duele todavía, está bien. No estás atrasado en ningún proceso. Estás vivo, y lo que viviste con esa persona o con esa etapa también lo está en vos de una forma rara, desordenada, pero real.

El duelo no es una falta de fe, ni una falla de carácter, ni un signo de debilidad. Es la manera que tiene el amor de acomodarse a una realidad nueva que no pidió. Es el corazón tratando de aprender a vivir sin una voz, sin una mesa ocupada, sin una llamada, sin un mensaje que llegaba siempre a la misma hora. Pero también es el alma acomodándose a la ausencia de un trabajo, de un sueño, de un vínculo, de un futuro imaginado. El duelo es el cuerpo preguntándose dónde poner ahora todo el amor, toda la energía, toda la proyección que antes tenía destinatario concreto.

Como generación, no la tenemos fácil para transitar esto. Nos enseñaron a rendir, producir, no detenerse y pasar de tema. El duelo, en cambio, es ineficiente, impredecible, te corta el día en seco cuando un olor, una canción o una foto te tiran al piso. Y también cuando ves el uniforme que ya no usás, el escritorio que dejaste, la foto de un viaje que pertenece a otra versión tuya. No avisa, no distingue si mañana tenés parcial, laburo, reunión o evento. Simplemente aparece y te recuerda que hay cosas que todavía duelen.

También está la culpa. Culpa por reírte de nuevo, por disfrutar una salida, por enamorarte otra vez, por tener un rato de felicidad en un mundo donde esa persona ya no está o donde esa vida que tenías ya no te espera. Y acá quiero ser claro: honrar a alguien que se fue, honrar una etapa ya cerrada, no es condenarte a la tristeza eterna, no es quedar congelado en la versión más rota de vos. Al contrario, muchas veces la forma más profunda de agradecer una vida o una historia es animarse a seguir viviendo la propia, con sus mezclas raras de lágrimas y risas, de nostalgia y proyectos nuevos.

El duelo necesita respeto. Respeto del entorno, que a veces en su apuro por que “no sufras más” termina apretando donde más duele. Respeto propio, para permitirte estar mal sin maquillarlo todo el tiempo, para habilitarte a pedir ayuda, para decir “hoy no puedo” sin sentir que decepcionás a nadie. Y también respeto espiritual, aunque cada uno lo nombre a su manera. Porque cuando se va alguien que amamos o cuando se termina algo que nos sostenía, aparecen preguntas que no se contestan solo con datos: qué hacemos con la injusticia, con la bronca de lo que quedó pendiente, con los “si hubiera sabido”, con los abrazos que ya no van a llegar, con los finales que no imaginamos, con las puertas que se cerraron antes de que pudiéramos prepararnos.

No creo existan respuestas mágicas y un poco desconfío de quien las ofrece. Lo que sí siento es que el duelo, aunque parezca una zona muerta, puede convertirse con el tiempo en un lugar muy verdadero, donde se caen las máscaras y queda lo esencial. En ese territorio a veces solo cabe el silencio, otras veces una oración dicha entre dientes, un “Dios, no entiendo nada, pero acá estoy”, otras veces da un lugar una charla larga con alguien que nunca imaginaste que iba a estar ahí y termina siendo un oído que ayuda a sanar.

Me gusta pensar el duelo como una especie de cuarto interno al que entramos y salimos muchas veces a lo largo de la vida. Al principio está oscuro, todo desordenado, tropezás con cosas, no encontrás la luz. Con el tiempo, si te das permiso para entrar y no lo cerrás con llave, de a poco empezás a acomodar. Guardás algunas cosas en cajas, dejás otras a la vista, tirás culpas que no van, colgás recuerdos que te sostienen. Y en ese cuarto también guardás los restos de proyectos, fotos de versiones tuyas que ya no son, restos de futuros posibles que no se dieron. Ese cuarto nunca deja de ser sensible, pero deja de ser inhabitable.

Hay días en que lo único propositivo posible es levantarte, bañarte y salir a la calle aunque no tengas ganas. Hay otros en los que vas a poder abrir una carpeta de fotos sin quebrarte. O un mail que marcó un final. Habrá aniversarios que te arrasen y otros en los que logres brindar por la persona o por la etapa sin ahogarte en el vaso. La propuesta no es negar la tristeza, sino convivir con ella sin que te devore entero. Darte el permiso de vivir un poco más amplio que tu dolor, sin negar que está.

Si estás leyendo esto y estás en pleno duelo —del tipo que sea— no tengo una frase que te lo alivie. Lo que sí tengo son algunas certezas chiquitas que aprendí mirando a otros, mirando mis propias pérdidas y escuchando historias:

Que no estás solo aunque a veces lo parezca.

Que está bien decir “no puedo con esto” y pedir un abrazo, una compañía, un café en silencio.

Que no tenés por qué demostrar nada a nadie.

Que esa persona que se fue no se reduce a la manera en que murió, ni al último tiempo, sino a toda la vida que compartieron.

Y que esa vida o ese proyecto que se cerró tampoco se reduce a cómo terminó, sino a todo lo que te dio mientras existió.

Que hay cosas que no se cierran, pero se vuelven llevaderas cuando dejamos de luchar contra la idea de que “ya tendría que haber pasado”.

Ojalá como sociedad podamos habilitar más espacios donde el duelo sea nombrado sin vergüenza, donde preguntar “¿cómo estás de verdad?” no sea una formalidad, donde acompañar no signifique decir algo brillante, sino simplemente estar. Y ojalá vos, en medio de lo que te toque transitar, puedas encontrar al menos una certeza: lo que te duele hoy es también la prueba de que amaste y fuiste amado, de que viviste historias que valieron la pena, incluso si tuvieron un final.

El duelo duele, sí. Mucho. Más de lo que se cuenta, más de lo que se ve desde afuera. Pero no viene solo a destruir. A veces, con una paciencia que no coincide con la urgencia del mundo, va tallando en silencio una profundidad nueva, una manera distinta de mirar a los demás, una delicadeza para no minimizar nunca el dolor ajeno. No es un tránsito que uno elige, pero una vez adentro, también puede ser el lugar donde la vida, aun herida, aprende a decir de nuevo: sigo acá.

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