El Gobierno nacional aprobó una nueva Política de Inteligencia Nacional, un documento de 34 páginas que promete “modernizar” el sistema, ordenar las prioridades y volver a poner a la SIDE en el centro del tablero, después de la disolución de la AFI y la creación de una estructura con agencias satélite: Servicio de Inteligencia Argentino, Agencia de Seguridad Nacional, Agencia Federal de Ciberseguridad y División de Asuntos Internos. Es la primera vez en más de veinte años que se fija una hoja de ruta formal para el área. El dato no es menor: la política de inteligencia llega, además, a los pocos días de la salida del anterior jefe de la SIDE, Sergio Neiffert, y el desembarco de Cristian Auguadra, hombre de confianza del círculo más cercano al Presidente.
El texto oficial organiza el mundo en diez grandes líneas de preocupación: la disputa global entre potencias, la “superioridad de la información”, la proyección argentina en Antártida y Atlántico Sur, la protección de recursos estratégicos, las amenazas en el ciberespacio, el dominio de tecnologías de frontera, el terrorismo, el crimen organizado y la contrainteligencia. El hilo conductor es claro: sin información anticipada, el Estado queda ciego frente a riesgos que van desde ciberataques hasta operaciones de influencia sobre la opinión pública. Ahí aparece una de las definiciones más sensibles: el documento identifica como problema las campañas de desinformación que buscan “erosionar la cohesión social, condicionar procesos electorales y alterar percepciones sobre proyectos estratégicos”.
Ese párrafo conecta directamente con las alarmas que ya había encendido el Congreso cuando analizó el Plan de Inteligencia Nacional anterior: la Bicameral del área advirtió, por unanimidad, que los lineamientos propuestos abrían la puerta a tareas vedadas por la ley, como el espionaje sobre dirigentes opositores, sindicatos, organizaciones sociales y periodistas, bajo el paraguas de monitorear “actores” que afecten la confianza en las instituciones. La nueva política retoca el lenguaje, ordena la jerga y amplía el mapa de amenazas, pero no termina de despejar la duda central: quién define qué actor “erosiona la cohesión social” y con qué límites operan los servicios cuando la amenaza es, justamente, una voz crítica.
El contexto interno tampoco ayuda a desdramatizar. El gobierno llega a esta política después de una reforma profunda del sistema –disuelve la AFI, repone la SIDE, crea nuevas agencias– y de un descabezamiento en la cúpula de inteligencia que terminó de consolidar el control político del círculo presidencial sobre el área. Se promete profesionalización, capital humano, actualización tecnológica y coordinación con aliados; al mismo tiempo, se acumulan denuncias de uso discrecional de fondos reservados, peleas internas y acusaciones de espionaje ilegal que todavía no fueron plenamente esclarecidas en sede judicial.
La pregunta no es si un país necesita inteligencia –la necesita–, sino qué tipo de inteligencia construye y bajo qué controles. El nuevo documento enuncia objetivos razonables: proteger la soberanía, los recursos, la integridad territorial, la vida y los derechos de los habitantes. Pero cuando entra en el terreno de la información, la influencia y la opinión pública, vuelve a rozar la vieja frontera argentina: la tentación de confundir amenazas a la seguridad nacional con problemas de reputación del gobierno de turno. En un ecosistema digital donde todo deja rastro, la diferencia entre seguir a organizaciones criminales y perfilar opositores puede ser una decisión política más que técnica.