A partir del 10 de diciembre, el Congreso argentino sumará seis nuevos referentes del mundo evangélico, casi todos alineados con La Libertad Avanza. En el Senado ingresará la pastora neuquina Nadia Márquez, quien se unirá a la jujeña Vilma Bedia, mientras que en Diputados harán lo propio Mónica Becerra (San Luis), Maira Frías (Chubut), Miguel Rodríguez (Tierra del Fuego) y los neuquinos Gastón Riesco y Soledad Mondaca.
Paralelamente, desde hace meses ciertos medios y operadores políticos han instalado la figura del predicador e influencer Dante Gebel como posible candidato presidencial. Con pasado de estadios llenos en los años 90 y un presente como líder de varias iglesias-empresa en Estados Unidos, Gebel aparece como el nuevo rostro exportable de un movimiento religioso que crece silenciosa y constantemente.
Aunque suele hablarse de “evangelistas” para referirse a quienes no profesan la fe católica, el universo evangélico es plural y complejo. Dentro de él, el pentecostalismo es la corriente más dinámica, caracterizada por la centralidad de la experiencia mística: el Espíritu Santo como entidad viva, la glosolalia, las curaciones y la profecía. Pero entre todos sus rasgos, uno se impone como motor de expansión: la “teología de la prosperidad”, que promueve la idea de que el éxito económico es una manifestación de la fe.
En esta concepción, las donaciones se devuelven multiplicadas. El pastor chaqueño Jorge Ledesma -quien en 2024 recibió al presidente Javier Milei y a su hermana Karina en su gigantesco templo- relató que su hijo Christian encontró un “milagro financiero”: cien mil pesos depositados en un banco habrían aparecido convertidos en cien mil dólares. Un prodigio más afín al siglo XXI que a los panes y los peces.
En tiempos de incertidumbre económica y crisis social, la promesa de prosperidad funciona como refugio emocional y como red comunitaria. A diferencia del clero católico -formado durante años en seminarios y luego asignado a parroquias-, los pastores surgen de su propia comunidad y pueden levantar iglesias propias con rapidez.
Así, en los bordes urbanos y sectores postergados, comenzó a tejerse una micropolítica territorial que pronto derivó en articulaciones con dirigentes que buscaban capitalizar esa base movilizada, especialmente visible durante los debates por la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo.
El fenómeno, sin embargo, excede largamente a la Argentina. En América Latina, el pentecostalismo creció con fuerza desde los años 70, en un contexto atravesado por la reacción conservadora frente a la Teología de la Liberación. En ese marco, Estados Unidos -bajo la presidencia de Richard Nixon- fomentó la llegada de telepredicadores que ocuparon medios, estadios y, más tarde, espacios de poder.
Pat Robertson, Jimmy Swaggart y Jerry Falwell -figuras multimillonarias y de fuerte incidencia geopolítica- representaron el ala más política de ese movimiento, vinculada a intereses estadounidenses.
En los 90, Argentina tuvo su versión local con Carlos Anacondia y Luis Palau, que lograron masivas convocatorias y buscaban -con relativo éxito- favores oficiales. Hacia allí se alineó una parte del movimiento, mientras que otra, crítica de la dictadura, se organizó en el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos. La fractura continúa hasta hoy: una corriente, vinculada a sectores conservadores de Estados Unidos, conformó ACIERA, hoy cercana al gobierno de Javier Milei.
La influencia evangélica en la política regional es hoy innegable: Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua tienen porcentajes de población pentecostal superiores al 35%. En Brasil representan más del 22% y han sido determinantes para la llegada de Jair Bolsonaro al poder. En Costa Rica, el pastor Fabricio Alvarado ganó la primera vuelta de 2018 con un discurso ultraconservador. En Colombia, el rechazo al acuerdo de paz con las FARC se apoyó en campañas de iglesias evangélicas y sectores católicos integristas que denunciaban supuestos avances del “ideario de género”.
En esta trama político-religiosa también destaca la afinidad de muchos grupos pentecostales con el Estado de Israel. Tras el golpe en Bolivia, la presidenta de facto Jeanine Áñez restableció vínculos con Tel Aviv; Bolsonaro y Donald Trump trasladaron sus embajadas a Jerusalén; y Javier Milei busca replicar ese gesto.
En El Salvador, el presidente Nayib Bukele invitó a Dante Gebel a encabezar oraciones en sus dos ceremonias de asunción. Gebel, hoy figura global del evangelismo hispano, construyó un verdadero imperio religioso-empresarial. Hijo de una familia obrera del conurbano bonaerense, forjó su fama con shows multitudinarios en los años 90 -los “Superclásicos de la Juventud”-, donde combinaba música, estética pop y un mensaje de fe orientado a la prosperidad. Tras dos décadas de éxito local, se mudó a Estados Unidos y revitalizó iglesias en crisis hasta fundar la suya propia: “River Church”. Allí multiplicó su influencia y su facturación, con al menos seis compañías registradas y alianzas con pastores que controlan cientos de templos.
Hoy, desde Anaheim, California, Gebel se presenta como un liderazgo espiritual moderno, mediático y aspiracional. Y mientras su figura circula en redes y algunos lo mencionan como presidenciable, el avance pentecostal en el Congreso argentino confirma un proceso mayor: la política nacional está incorporando, cada vez más, actores religiosos que ya tienen poder territorial, redes internacionales y una narrativa emocional capaz de movilizar masas en tiempos de incertidumbre.
GZ