14/12/2025 - Edición Nº1041

Opinión


Altares del Siglo XXI

La política es una mierda

14/12/2025 | Por qué el problema no es la política, sino el vacío que dejamos cuando decidimos no hacernos cargo.



Hay una frase que cada vez escuchamos más, y ya se nos hace natural, “la política es una mierda”. Y lo curioso es que la frase suele venir de gente buena, laburadora, honesta, gente que nos está diciendo, “yo ya no creo”.

Y a veces me pregunto porque ya nos hemos convencido de que la política es un pantano inevitable, un lugar donde uno entra limpio y sale manchado, como si fuese una ley de la física, como la gravedad, o como el desgaste de las zapatillas. Entonces aparece ese otro mandato moderno, del que ya hemos hablado en otras columnas y que es peligrosísimo, “metete en lo tuyo”. Hacé tu vida. No te metas. No te expongas. No te quemes. Como si la vida pública fuese un incendio ajeno y la salida más inteligente fuera mirar desde la vereda de enfrente.

Pero la realidad es más incómoda. Porque aunque vos no te metas, la política se mete con vos igual. Está en el precio del alquiler, en el tiempo del colectivo, en la guardia del hospital, en la escuela de tu hermano, en la seguridad de tu cuadra, en si tu vieja llega o no llega a fin de mes. La política no es una serie que podés dejar en pausa. Es el sistema operativo de la convivencia. Y si no lo actualizás con responsabilidad, se te llena de bugs.

A mí me gusta volver, casi por terquedad, a una frase que alguna vez escuché por allí sobre el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, que decía que la política es el arte de ordenar la vida social hacia el bien común. Es decir, no hablaba de rosca, ni de slogans, ni de “instalar agenda”. Hablaba de algo que cualquier persona de barrio entiende sin haber leído una línea de teoría, que es organizarse para vivir mejor, juntos. Y si esa es la idea de base, entonces la política, en sí misma, no es mala. Lo que se pudre no es el martillo, se pudre la mano que lo usa para romper.

El problema es que hoy muchos argentinos no solo desconfían de los políticos, desconfían de la política como herramienta. Y cuando eso pasa, cuando la gente descree de la política, lo que queda no es neutralidad, queda vacío. Y el vacío, en política, nunca queda vacío. Se llena. A veces se llena de bronca. A veces de cinismo. A veces de salvadores. A veces de gente que te promete “hacer todo de nuevo” sin explicarte cómo, con quién, ni a qué costo.

Hay un dato que a mí me preocupa más que cualquier encuesta de imagen. El ausentismo electoral. Es decir, que una porción enorme de ciudadanos, en algunas elecciones de un tercio o más, decida no ir a votar, no es una anécdota. Es una alarma. Porque el voto no es un trámite, es la herramienta más importante de la democracia. Es decir “esto también es mío”. Y cuando mucha gente deja de decirlo, lo que se rompe no es solo la estadística, se rompe la idea de comunidad.

Ahora, sería fácil echarle la culpa a “la gente”, como si el pueblo fuese un alumno vago y nosotros los profesores serios. Pero ese reproche suele ser una forma elegante de no mirarnos al espejo. Si la gente se va, es porque algo hicimos para que se vaya. Si la gente no cree, es porque alguien la defraudó. Si la gente vota con bronca, con miedo o con apatía, es porque durante años la política le habló como si no entendiera, o peor, como si no importara.

La credibilidad no se recupera con marketing. Se recupera con coherencia. Y ahí empieza la parte incómoda de verdad, porque la incoherencia no es patrimonio de un partido, es una tentación humana, transversal, casi biológica. ¿Cómo hace alguien que arrancó con convicciones claras, diciendo “vengo a defender al trabajador”, para terminar viviendo como un príncipe, con mansiones, autos de lujo, y una moral entregada al mejor postor? ¿En qué momento se le deformó el alma? ¿En qué momento el servicio se volvió negocio? ¿En qué momento el poder dejó de ser un medio y pasó a ser un fin?

A mí esa pregunta me obsesiona. Y me asusta. Porque si eso le pasa a otros, también nos puede pasar a nosotros. La política tiene una capacidad especial de nublarte, te da acceso, te da trato, te da micrófono, te da importancia. Te hace sentir necesario. Y cuando uno se siente necesario, empieza a justificar cosas. Un “es por esta vez”. Un “lo hacemos por la causa”. Un “si no lo hago yo, lo hace otro”. Y de a poquito, sin darte cuenta, cambiaste el eje. Ya no estás cuidando el bien común, estás cuidando tu lugar. Y cuando tu lugar se vuelve más importante que tu propósito, empezaste a perder.

Por eso me interesa decir que el problema no es la disputa de poder. La política siempre va a tener disputa, porque gobernar implica decidir, y decidir implica conflicto, intereses distintos, tensiones reales. El problema es cuando la disputa se separa del bien común y se vuelve una guerra por la comodidad. Ganar a cualquier costo. Permanecer por permanecer. Controlar por controlar. El poder por el poder. Ahí se rompe todo.

Y ahí aparece un fenómeno que muchos miran con desprecio y otros con esperanza, los outsiders. Esa palabra que suena a una serie extranjera, gente que viene de afuera del sistema político tradicional y logra entrar porque el sistema se volvió inmirable. ¿Es bueno? ¿Es malo? Depende. Puede ser una renovación genuina o puede ser una apuesta suicida. Porque gobernar no es tuitear o ser influencer. Gobernar requiere formación, equipos, conocimiento del Estado, paciencia, capacidad de negociación, lectura de realidad. El romanticismo del “no sabe, pero es honesto” tiene un límite cuando el error lo paga un país entero.

Pero también hay algo que no podemos negar, si la gente prefiere a un desconocido antes que a un “profesional” de la política, es porque el profesional se convirtió, demasiadas veces, en profesional del oportunismo. Y cuando un ciudadano siente que lo usaron, elige a quien por lo menos todavía no lo traicionó. Es duro.

Entonces, ¿qué hacemos? ¿Nos rendimos? ¿Nos reímos desde afuera? ¿Nos indignamos cada cuatro años y después seguimos con la vida privada como si lo público fuese un teatro ajeno? Yo creo que no. Yo creo que la democracia no se terceriza. La política no es un servicio que contratás, como internet, y cuando anda mal te quejás por WhatsApp. La política es una responsabilidad compartida. No todos están llamados al servicio público, pero todos estamos llamados a la responsabilidad cívica. A involucrarnos como podamos, con el tiempo que tengamos, desde donde estemos.

Y ahí entra un tema que para mí es central, la juventud. No como slogan, no como selfie de campaña, no como “el futuro”. La juventud como herramienta viva del presente. Hay una idea me gusta mucho, y vengo escuchando bastante, que es la idea del “no encorsetamiento”. Ser joven es, en parte, no estar del todo encerrado. Todavía podés decir cosas sin que te pese el archivo. Todavía podés cambiar de idea sin que te acusen de traición. Todavía podés proponer sin pedir permiso. Todavía podés insistir aunque te digan que no se puede.

Y esa libertad es una ventaja enorme, si la usamos bien. Porque la política se llenó de miedo. Miedo a perder. Miedo a la opereta. Miedo al focus group. Miedo a decir lo que pensás por si baja un punto la encuesta. Y el miedo es un mal consejero, te hace chiquito, te hace cínico, te hace conservador de lo peor, te vuelve administrador de la supervivencia y no constructor de futuro.

Yo no digo que haya que ser irresponsable. Digo que hay que tener convicción. No como gesto heroico, sino como criterio de gobierno. Convicción para ejercer aquello que es propio del bien común incluso cuando no nos conviene, cuando no suma, cuando no garantiza aplauso ni comodidad. En política, muchas veces se presenta una disyuntiva silenciosa entre lo conveniente y lo correcto. Y ahí es donde se juega todo. Creo que queda bastante claro de qué lado hay que pararse: entre lo conveniente y lo correcto, como diría un gran líder político, hay que elegir lo correcto, aunque el costo sea personal, aunque el camino se haga más largo.

Porque la convicción no es fanatismo ni rigidez ideológica. Convicción es coherencia. Es escuchar de verdad sin perder el rumbo, aprender sin diluirse, corregir sin entregarse. Es tener la humildad de decir “no sé” y la firmeza de decir “hasta acá”, incluso cuando eso incomoda o te deja expuesto. Convicción es recordar, todos los días, que el poder no está para protegernos a nosotros, sino para servir a otros. Y que cuando el interés personal empieza a pesar más que el bien común, la política deja de ser una herramienta noble y se convierte, otra vez, en eso que tanta gente rechaza.

Y servir, muchas veces, es tomar decisiones difíciles. Con información incompleta. Con intereses que presionan. Con urgencias reales. Con demandas legítimas. Por eso la formación importa. La ética importa. La templanza importa. Porque el Estado no es una metáfora. El Estado es un hospital, una escuela, una comisaría, un juez, una calle, un trámite, una obra. Y cuando fallás ahí, no fallás en un debate, fallás en la vida de alguien.

Si queremos pensar un país, tenemos que pensar en la educación. No como discurso, sino como columna vertebral. Porque de ahí salen las cabezas que van a producir, investigar, emprender, enseñar, curar, innovar, administrar, diseñar industria, agregar valor, construir soberanía real. Un país sin educación de calidad es un país que discute eternamente lo urgente y nunca llega a lo importante. Y también es cierto, la educación pública y gratuita, que es un orgullo argentino, muchas veces no está siendo para todos, no por el acceso formal, sino por la calidad real, por las condiciones, por el abandono, por la desigualdad que se cuela en cada aula. Si no nos animamos a decirlo, no lo vamos a arreglar.

Ahora, todo esto suena razonable, incluso idealista. Y yo no quiero escribir una columna para quedar bien conmigo mismo ni para repartir certificados de buena conducta. Porque la pregunta de fondo es: ¿qué hace falta para que la política vuelva a ser creíble como herramienta del bien común y no solo como un sistema de supervivencia personal?

Tal vez el punto no sea enumerar virtudes individuales de cada uno, sino recuperar un criterio. Un eje que ordene decisiones, prioridades y límites. Porque la credibilidad no se reconstruye con gestos aislados, sino con una lógica sostenida en el tiempo. Con la capacidad de aceptar costos, de perder algo propio para que gane algo colectivo, de renunciar a ventajas inmediatas cuando dañan la trama común.

El bien común no es una abstracción amable. Es conflictivo. Obliga a decidir entre intereses legítimos que chocan. Exige información, formación, equipos, método. Exige instituciones que funcionen y personas dispuestas a no usar esas instituciones como botín. Exige entender que gobernar no es expresar lo que uno siente, sino hacerse responsable de lo que otros necesitan, incluso cuando eso no da aplausos ni trending topics.

Y ahí aparece algo más incómodo todavía: la política no se vuelve más justa solo porque alguien sea honesto, sino porque alguien esté dispuesto a ordenar la complejidad sin escaparle al conflicto. A escuchar sin diluirse. A negociar sin entregarse. A corregir sin esconderse. A sostener una decisión impopular si cree, con fundamentos, que es lo mejor para la comunidad.

Por eso la formación importa. No por los papelitos, sino como acto de respeto. Porque decidir sobre educación, salud, seguridad o trabajo sin comprender el sistema que se toca no es valentía, es irresponsabilidad. 

Tal vez la política recupere credibilidad el día que volvamos a asumirla no como un atajo hacia el reconocimiento, sino como una forma exigente y frágil de organizar la vida en común. No para quedar bien. Sino para que valga la pena.

La política puede ser una de las vocaciones más hermosas que existen, si se la vive como servicio. Y puede ser una de las formas más tristes de degradación humana, si se la vive para beneficio personal. No hay término medio cómodo. Por eso tanta gente se aleja. Pero justamente por eso algunos tenemos que acercarnos, no para “salvar” a nadie, sino para reconstruir algo básico, la idea de que vale la pena organizarse para el bien común.

No sé cuál es el país que vamos a ser. Sí sé que el país que vamos a ser se decide también en estos gestos, en la participación o la retirada, en la responsabilidad o la burla, en la convicción o el miedo. Y si hay algo que yo no quiero es resignarme a mirar desde afuera cómo se rompe lo que es de todos.

Porque, al final, la política no es una mierda. Lo mierda es cuando nos convencen de que no vale la pena. Y ahí sí perdemos todos.