14/12/2025 - Edición Nº1041

Opinión


Explotados y descartados

Controversia y clase social

14/12/2025 | La globalización mezcló mercados laborales, volvió anónimos a los dueños, fragmentó las empresas y precarizó el trabajo.



Cada época diseña sus propias desigualdades y los relatos necesarios para justificar por qué existen. La nuestra no es la excepción. En medio de una transformación tecnológica a gran escala -que desarma trabajos, rutinas e identidades en nombre de una libertad sin límites- reaparece algo más que la incertidumbre. La sensación de que el mundo está perdiendo sentido.

La movilidad social queda reducida a mito y el orden cotidiano se reconfigura a partir de jerarquías invisibles pero extraordinariamente eficaces. No es un déjà vu histórico, es el eco del siglo XIX, cuando el derrumbe del Antiguo Régimen dejó a la intemperie un mundo sin estamentos, pero no por eso más igualitario.

La novedad de la Revolución Francesa fue simple pero brutal. Ya nadie estaba fijado de por vida a un estamento, pero la libertad formal convivía con desigualdades enormes y reales. La movilidad social prometida por las revoluciones democráticas e industriales que continuaron abrían todas las puertas, salvo la que realmente importaba, la de las condiciones materiales. En esa disputa nació la idea moderna de clase social. Una forma de nombrar cómo la división del trabajo organizado por ese nuevo sistema llamado capitalismo ordenaba la riqueza, el prestigio, las expectativas y hasta la forma de ver el mundo.

La posición en ese entramado productivo -ser propietario, asalariado, campesino, obrero, profesional- dejó de ser un accidente biográfico y pasó a ser el eje que definía los modos de vida. La paradoja era evidente, en sociedades que proclamaban la igualdad, las desigualdades se volvían más visibles, más irritantes y más difíciles de justificar. Por eso la clase no fue solo una categoría descriptiva, sino un terreno de conflicto. Una frontera simbólica que separaba a “nosotros” de “ellos”, organizaba intereses comunes y permitía pensarse como parte de un colectivo con programas y poder de acción.

Durante más de un siglo, la política giró alrededor de esas líneas de fractura. Izquierda y derecha no eran rótulos culturales, eran la forma electoral de un antagonismo social. Partidos, sindicatos, movimientos obreros y Estados nacionales construyeron instituciones que redistribuyeron riqueza y derechos, y redujeron las desigualdades precisamente porque esas desigualdades se pensaban como desigualdades de clase. Ese fue el motor del Estado de Bienestar, convertir conquistas obreras en derechos para todos.

Pero nada de eso sucedió en un vacío. El régimen de clases fue posible porque el capitalismo industrial se desarrolló dentro de fronteras, con Estados fuertes, burguesías nacionales visibles y obreros concentrados en grandes estructuras fabriles. Ese mundo ya no existe. La globalización mezcló mercados laborales, volvió anónimos a los dueños, fragmentó las empresas y precarizó el trabajo. La figura clásica del obrero no desapareció, pero perdió centralidad, hoy convive con trabajadores de plataformas, autónomos que dependen de un solo cliente, contratos breves, despidos sin rostro y una masa creciente de personas que ni siquiera entran al mapa laboral. No hay solo explotados, hay descartados.

Así, lo que llamábamos “clase obrera” quedó sometido a la competencia global, mientras que las antiguas burguesías industriales se transformaron en élites financieras con intereses planetarios. Las viejas coordenadas se desdibujaron ¿Cómo ubicar en un esquema clásico a un repartidor de aplicaciones, a una programadora freelance o a un empleado de hospital mal pago? ¿Dónde empieza y termina la clase media si vive en la cuerda floja permanente? ¿Qué significa “trabajador” cuando buena parte de la economía funciona en negro o con contratos que duran semanas?

Habitar este presente fragmentado no significa renunciar a una lectura estructural. Seguimos viviendo en sociedades estratificadas, pero el régimen de clases ya no organiza las identidades como antes. Solo un grupo mantiene una conciencia nítida de sí. Las élites globalizadas, que entienden sus intereses y actúan en consecuencia. El resto oscila entre la precariedad, la sobrecarga y la imposibilidad de ubicarse en un mapa que se volvió difuso.

La ironía del siglo XXI es que la clase, para bien o para mal, sigue siendo la categoría más universal para leer el mundo, la única capaz de atravesar fronteras y describir desigualdades sin necesidad de demasiadas conceptualizaciones. Mientras buena parte de la izquierda discutía las sutilezas del lenguaje, las élites globales ya habían resuelto su propio internacionalismo, hablan inglés y hablan de dinero. Con esos dos idiomas coordinan intereses, inversiones y estrategias a una escala que ningún movimiento obrero pudo siquiera soñar.

La clase trabajadora nunca logró algo equivalente. Los proletarios del mundo no se unieron porque nunca compartieron un idioma común -ni literal ni simbólico- que permitiera una acción coordinada. La unidad internacionalista fue un anhelo hermoso, pero imposible. Y mientras el movimiento obrero se fragmentaba o era reemplazado, la élite global se consolidaba.

Por eso hablar de clase sigue siendo ineludible. No para repetir los viejos manuales o experiencias, sino para recuperar una herramienta que permita leer dónde se concentra el poder, quién captura los beneficios y quién absorbe los costos de cada transformación. Porque cuando las clases dejan de nombrarse, el conflicto no desaparece, simplemente se vuelve ilegible. Y cuando el conflicto se vuelve ilegible, solo ganan los que nunca dejaron de pensar en su lucha de clase.

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