La discusión sobre la calidad del agua potable volvió al centro de la escena en la provincia de Buenos Aires a partir de nuevos informes sobre la presencia de arsénico en varias localidades del interior. Lejos de ser un fenómeno reciente, se trata de un problema histórico en la región pampeana, pero que ahora, con mayor información disponible y estudios georreferenciados, empieza a ser percibido como lo que es: un riesgo sanitario crónico que no se ve, no tiene olor ni sabor, y solo se detecta en laboratorio.
En entrevista con El Living de NewsDigitales, el presidente del Consejo Profesional de Química de la provincia de Buenos Aires, Carlos Colángelo, recordó que el tema está regulado por el Código Alimentario Argentino, alineado a los estándares de la Organización Mundial de la Salud, que fija un límite de 10 partes por billón (10 µg/L) como concentración máxima de arsénico en el agua de consumo continuo. “Por debajo de ese valor, no debería haber incidencia sobre la salud; por encima, el consumo sostenido puede derivar en cuadros de hidroarsenicismo crónico”, explicó.
Colángelo subrayó que existe una amplia zona del país -la llamada región endémica mediterránea- que abarca provincias como Córdoba, La Pampa y parte de la provincia de Buenos Aires, donde el arsénico aparece por causas naturales en las napas subterráneas, y no por contaminación industrial. En ese marco, distintos estudios académicos vienen señalando desde hace décadas valores elevados en ciudades del interior bonaerense, con registros históricos que en algunos casos superan ampliamente el límite recomendado.
“Hay informes de la Universidad de La Plata que, entre fines de los 90 y principios de los 2000, ya mostraban niveles de entre 60 y 160 partes por billón en ciertas localidades. Cuando hoy vemos mediciones que hablan de más de 200 en algunos puntos, lo que aparece no es una sorpresa nueva, sino la continuidad de un problema que la sociedad arrastra hace más de cuarenta años”, apuntó.
El químico remarcó que la respuesta no puede quedar solo en la preocupación social, sino en políticas concretas: sistemas de abatimiento (como ósmosis inversa), mezclas controladas de agua tratada con agua de pozo para bajar concentraciones y, sobre todo, monitoreo público y transparente. “Lo más sano sería que los prestadores de agua muestren rutinariamente a los usuarios sus análisis, con resultados claros y comprensibles. El arsénico no se ve en el color ni en el olor del agua; el vecino tiene que poder confiar en lo que se distribuye, y esa confianza solo se construye con datos”, señaló.
Colángelo también puso el foco en una herramienta poco conocida: el Registro Único del Hidroarsenicismo Crónico Regional Endémico (RUA-ACRE), creado en 2018 y dependiente del Ministerio de Salud de la Nación. Ese registro debería concentrar la información sobre casos clínicos asociados al consumo de agua con altos niveles de arsénico y permitir un mapa sanitario más preciso. “Sería clave cotejar los datos de calidad de agua con los datos del RUA-ACRE. Si el registro no muestra un aumento significativo de casos, también ayuda a bajar niveles de alarma. Y si los muestra, indica dónde hay que actuar con más urgencia”, sostuvo.
La síntesis de su planteo es doble: por un lado, evitar el alarmismo sin sustento; por el otro, no minimizar un problema que tiene efectos a largo plazo sobre la piel, los pulmones y otros órganos. “La solución es técnica y política a la vez: análisis serios, controles sostenidos y comunicación clara. No se puede pedirle al usuario que adivine; el Estado y las empresas deben mostrar qué agua se está tomando en cada localidad”, concluyó.