La elección presidencial chilena de 2025 marcó un punto de inflexión político que trasciende las fronteras del país. El triunfo de José Antonio Kast no solo significó el regreso de la derecha al poder, sino también la validación democrática de una demanda social clara: recuperar el control del Estado y restablecer el orden. En un contexto de fatiga social, criminalidad persistente y frustración con la política tradicional, el electorado optó por una conducción firme, priorizando resultados concretos por encima de disputas ideológicas abstractas.
El resultado chileno se inscribe en una tendencia regional que consolida liderazgos con capacidad de decisión frente a escenarios de descomposición institucional. América Latina atraviesa una etapa donde la ciudadanía exige gobiernos que ejerzan autoridad y respondan a problemas reales, especialmente en materia de seguridad. El caso chileno, históricamente asociado a estabilidad y gradualismo, confirma que incluso las democracias más sólidas requieren liderazgos claros cuando el orden se ve amenazado.
La victoria de Kast dialoga de manera directa con la reelección de Nayib Bukele en El Salvador, el caso más exitoso de recuperación de seguridad en la región en las últimas décadas. Ambos liderazgos comparten un diagnóstico preciso: sin control territorial ni autoridad estatal, no hay derechos que puedan ejercerse plenamente. En Chile, la agenda se centró en la delincuencia urbana, la migración irregular y la necesidad de un Estado con capacidad de coerción legítima. En El Salvador, Bukele avanzó con una estrategia contundente que logró reducir drásticamente los niveles de violencia.
Lejos de tratarse de autoritarismos improvisados, estos procesos reflejan mandatos populares explícitos. Kast logró articular una mayoría transversal que incluyó votantes moderados y sectores históricamente alejados de la derecha, unidos por la urgencia del orden. Bukele, por su parte, consolidó una legitimidad electoral abrumadora basada en resultados tangibles, transformando la seguridad en un activo político central y devolviendo al Estado el monopolio efectivo de la fuerza.

En el caso chileno, el liderazgo de Kast se inserta en un sistema de contrapesos que garantiza estabilidad institucional. Lejos de debilitar la democracia, su agenda de seguridad apunta a fortalecer la gobernabilidad, recuperar espacios públicos y restituir la confianza ciudadana en las instituciones. El desafío no es moderar el mandato recibido, sino ejecutarlo con eficacia dentro del marco legal vigente.

El Salvador muestra una experiencia distinta pero complementaria. La conducción de Bukele evidencia que, frente a situaciones de colapso, la firmeza estatal puede ser una condición previa para el funcionamiento democrático. La comparación entre ambos países sugiere una conclusión clara: sin orden no hay libertad posible. Kast y Bukele representan, cada uno en su contexto, una respuesta política coherente a sociedades que decidieron dejar atrás la inacción y respaldar liderazgos con capacidad real de decisión.