El agua volvió a ocupar un lugar central en la relación entre México y Estados Unidos, no como un recurso técnico sino como un factor político de primer orden. El cumplimiento del Tratado de Aguas de 1944, que regula el reparto del río Bravo y el Colorado, se convirtió en un punto de fricción en un contexto marcado por sequías prolongadas, estrés hídrico y una agenda bilateral cargada de tensiones comerciales y migratorias. Lo que en teoría es un acuerdo técnico hoy se discute en clave estratégica.
La posición del gobierno mexicano, encabezado por Claudia Sheinbaum, apunta a un mensaje claro: no se está entregando agua que el país no tiene. El argumento se apoya en la excepcionalidad climática y en los propios márgenes de flexibilidad que contempla el tratado. Sin embargo, del lado estadounidense crece la presión política interna, especialmente desde estados agrícolas como Texas, donde el incumplimiento se traduce en costos económicos y reclamos electorales.
El núcleo del conflicto reside en la dificultad estructural de cumplir compromisos hídricos diseñados hace más de 80 años bajo supuestos climáticos muy distintos a los actuales. Las sequías recurrentes y la disminución sostenida de los niveles en presas fronterizas pusieron en evidencia que los mecanismos históricos de reparto ya no dialogan con la realidad ambiental. Aun así, el Tratado de 1944 sigue siendo el marco legal vigente y la referencia obligada para cualquier negociación.
Frente a este escenario, México y Estados Unidos recurrieron a los canales institucionales de la Comisión Internacional de Límites y Aguas para acordar entregas escalonadas y revisiones técnicas. Este esquema busca evitar una ruptura formal del tratado y ganar tiempo político. La discusión, sin embargo, ya no es solo cuánta agua se entrega, sino qué grado de presión es legítimo cuando el recurso simplemente no alcanza.
El Tratado de Aguas entre #México y #EEUU data de 1944, por lo que no es un problema reciente. Para abordarlo debemos tener en cuenta el contexto: factores políticos como el imperialismo y ambientales como el cambio climático, así como la contaminación y el estrés hídrico. pic.twitter.com/gpwR2R9u1C
— Raymundo Espinoza Hernández (@Raymundo_EH) December 15, 2025
El caso mexicano no es aislado en el escenario internacional. Otros tratados de aguas transfronterizas enfrentan tensiones similares, donde el clima actúa como detonante y la política como amplificador. La diferencia clave es que, en la relación México‑EE.UU., el conflicto aún se procesa dentro de un marco institucional activo, sin suspensión del acuerdo ni ruptura diplomática, aunque con señales crecientes de coerción indirecta.
#México y #EUA alcanzaron un acuerdo sobre el #TratadoDeAguas de 1944. Nuestro país tiene la intención de liberar más de 249 millones de metros cúbicos de agua con entregas esperadas para iniciar la próxima semana. Siguen revisando acciones para cumplir con el tratado: pic.twitter.com/rBjMWYtWEN
— Imagen Televisión (@ImagenTVMex) December 13, 2025
El desenlace de esta disputa sentará un precedente relevante. Si la presión comercial o política se impone sobre los criterios técnicos, el tratado podría perder su carácter cooperativo y transformarse en un instrumento de asimetría de poder. En cambio, si se consolida una reinterpretación flexible del acuerdo, el conflicto podría convertirse en un punto de inflexión para adaptar viejos tratados a un mundo con menos agua y más disputas.