La muerte de dos personas durante un enfrentamiento entre comunarios y fuerzas de seguridad en Cochabamba, Bolivia, convirtió un conflicto local por un vertedero en un episodio de alcance nacional. Lo que comenzó como una disputa territorial y ambiental terminó exponiendo la fragilidad del Estado para gestionar servicios básicos en contextos de alta presión social. La acumulación de basura en calles y mercados no solo agravó el problema sanitario, sino que actuó como catalizador de una crisis política más amplia.
El episodio boliviano no puede leerse como un hecho aislado. En distintos puntos de América Latina, la basura dejó de ser un problema técnico para transformarse en un detonante de protestas, bloqueos y confrontaciones. La falta de planificación urbana, la debilidad institucional y la escasa participación comunitaria en las decisiones sobre residuos convierten a los vertederos en focos de conflicto, donde se cruzan intereses municipales, demandas vecinales y respuestas estatales muchas veces tardías o coercitivas.
En Bolivia, la llamada “guerra por la basura” reveló cómo los vacíos de gobernanza pueden escalar rápidamente hacia la violencia. La indefinición de límites municipales, la saturación de rellenos sanitarios y la ausencia de soluciones consensuadas llevaron a bloqueos prolongados que paralizaron ciudades enteras. Cuando el Estado intervino para desbloquear, lo hizo desde una lógica de orden público, sin haber resuelto previamente las causas estructurales del conflicto, lo que terminó agravando la situación.
Un escenario distinto, aunque con raíces similares, se observó en Colombia, donde recicladores urbanos protagonizaron protestas masivas en Bogotá. Allí, el reclamo no giró en torno a un vertedero específico, sino a la precarización de un sector clave para el manejo de residuos. La caída de ingresos, la informalidad persistente y la falta de integración plena en los sistemas municipales expusieron la dimensión social y laboral del problema de la basura, menos visible pero igualmente explosiva.

Ambos casos reflejan una constante regional: la gestión de residuos sigue siendo tratada como un asunto secundario hasta que estalla el conflicto. Los Estados reaccionan cuando la basura se vuelve ingobernable, pero rara vez anticipan escenarios de crisis con políticas sostenibles, inversión en infraestructura y mecanismos de diálogo. Esta lógica reactiva debilita la legitimidad institucional y refuerza la percepción de abandono en comunidades directamente afectadas.

La disputa por la basura pone en evidencia que la gobernanza ambiental es también gobernanza política. Cuando el Estado no logra articular soluciones técnicas con inclusión social y consenso territorial, los residuos se transforman en símbolos de desigualdad y exclusión. En ese marco, lo ocurrido en Bolivia y Colombia anticipa un desafío mayor para la región: sin reformas estructurales, la basura seguirá siendo un problema sanitario, pero también un factor recurrente de inestabilidad social.