26/12/2025 - Edición Nº1053

Opinión


Altares del Siglo XXI

Camino a la Navidad: la familia como el primer pesebre

21/12/2025 | La Navidad vuelve a poner en el centro a la familia, el cuidado y la esperanza que nace en lo simple.



La Navidad nació como un hecho histórico situado, concreto, atravesado por tensiones políticas, culturales y religiosas propias de su tiempo, en una región pequeña del Imperio romano donde convivían ocupación extranjera, expectativas mesiánicas y una vida cotidiana marcada por la precariedad. Los relatos del nacimiento de Jesús no aparecen en todos los evangelios ni buscan ofrecer una crónica detallada, sino que intentan decir algo más profundo: que el centro de esa historia no fue un palacio, ni un templo, sino una familia joven, desplazada, sin garantías, sostenida apenas por vínculos y confianza mutua.

Desde los primeros siglos del cristianismo, la Navidad fue pensada menos como un acontecimiento triunfal y más como una irrupción silenciosa. No es casual que la celebración haya tardado en fijarse litúrgicamente y que, cuando lo hizo, dialogara con tradiciones anteriores, judías y paganas, resignificando símbolos conocidos como la luz, el nacimiento y el tiempo nuevo. La historia de la Navidad es también la historia de una fe que se encarna, que no niega lo humano ni lo esquiva, sino que lo habita, y que entiende que lo sagrado puede aparecer en lo frágil, en lo pequeño, en lo que no hace ruido.

Con el paso del tiempo, esa escena original fue tomando forma visual en el pesebre, una representación que no busca lujo ni exactitud histórica, sino transmitir una idea central: Dios entra en la historia a través de una familia. María, José y el niño no son figuras decorativas en cerámica, sino un núcleo, un modo de decir que la primera respuesta a lo que viene no es el poder ni la fuerza, sino el cuidado, la presencia, el hacerse cargo del otro incluso cuando no hay certezas. El pesebre no idealiza a la familia, pero la coloca en el centro como espacio de abrigo, de transmisión, de humanidad compartida.

En la Argentina, donde la Navidad convive con mesas largas, ausencias que pesan, trabajos que no siempre dan tregua y una realidad social marcada por desigualdades persistentes, el pesebre sigue teniendo una potencia particular. No como objeto folclórico, sino como símbolo que interpela. En barrios, parroquias, templos y casas, el pesebre recuerda que ninguna comunidad se construye sin vínculos y que toda esperanza necesita un suelo concreto para crecer. Esa imagen dialoga también con otras tradiciones religiosas que, desde distintos lenguajes, colocan a la familia, a la comunidad y al cuidado del otro como pilares de la vida social, mostrando que el encuentro es posible cuando se parte de lo esencial.

En estos días, Papa León XIV volvió a señalar, sin estridencias, que la Navidad no se entiende si se la separa de la vida cotidiana, de las familias reales, de las tensiones y desafíos que atraviesan a las sociedades actuales. No como una consigna piadosa, sino como una invitación a mirar dónde se juega hoy la dignidad humana y qué lugar ocupan los vínculos en un mundo que muchas veces empuja al aislamiento y a la indiferencia.

Tal vez por eso la Navidad sigue volviendo, incluso cuando parece diluirse entre agendas cargadas y celebraciones apuradas. Vuelve porque recuerda que la historia puede empezar de nuevo desde lo simple, que la fe, la cultura y la vida pública se fortalecen cuando no pierden de vista a las personas concretas, y que, en tiempos de fragmentación, apostar por la familia, el encuentro y el cuidado mutuo no es nostalgia, sino una decisión profundamente actual. Como el pesebre, la Navidad no grita, no impone, no promete soluciones mágicas, pero ofrece algo más difícil y más necesario: la posibilidad de volver a mirarnos como parte de una misma historia compartida.

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