24/12/2025 - Edición Nº1051

Opinión


Diciembre y Argentina

Navidad, Argentina, vitel tone

24/12/2025 | En un país que llega siempre cansado a diciembre, la Navidad no promete redención automática.



Diciembre y Argentina son sinónimos. No por el calendario, sino por una forma de estar en el mundo. Todo llega junto y tarde, balances que no cierran, despedidas forzadas, promesas hechas a las apuradas, mesas que se estiran para que entren todos y sillas que recuerdan a los que ya no están. Tal vez por eso diciembre se siente siempre como un final y un comienzo a la vez, un tiempo extraño en el que algo se termina mientras otra cosa insiste en nacer.

En una sociedad cada vez más fragmentada, el encuentro es de las pocas cosas que todavía conservan algo parecido a un ritual. Facundo Pedrini lo dijo en Contragolpe: “El único momento en que volvemos a ser clase media es cuando nos juntamos a fin de año”.

Hay algo de eso. La clase media no se sostiene ya tanto por ingresos estables o expectativas de progreso, sino por gestos. Poner lo mejor para recibir a los que vienen, sacar la vajilla de las ocasiones especiales, tarjetear un Papá Noel en 24 cuotas. El encuentro -aunque sea precario- sigue siendo una forma de pertenencia.

A los que llegamos a vivir otra Argentina o los todavía podemos imaginarla, sabemos que existían otros anclajes: el sindicato, el club, el partido político, la misa, la mesa familiar extendida en el tiempo. Espacios distintos, pero con algo en común, la presencialidad sostenida, repetición, comunidad. Hoy casi todo eso está erosionado. La vida se volvió mediada por pantallas, algoritmos y burbujas. Opinamos, deseamos y discutimos desde entornos cada vez más personalizados y ensimismados. Lo poco que queda presencial no se vuelve valioso por fe, sino por escasez.

En ese punto, la Navidad recupera su sentido más profundo, incluso para una sociedad secularizada. No como postal, no como decoración, no como espiritualidad de consumo. La Navidad es, en su origen, un escándalo material. Dios no nace etéreo ni simbólico, nace pobre, expuesto, dependiente, en un cuerpo. No aparece en un templo majestuoso, sino en un pesebre. No viene a ordenar el mundo desde arriba, sino a desordenar nuestras jerarquías desde abajo. Ese es el núcleo incómodo que Pier Paolo Pasolini veía en el cristianismo. No una religión de consuelo, sino una irrupción brutal de lo real. Dios hecho carne no es una metáfora linda; es una provocación política y material. Obliga a mirar de frente la pobreza, el cuerpo, la fragilidad, el conflicto. La Navidad, leída así, no embellece el mundo, lo interrumpe.

Por un momento la lógica del rendimiento, de la autoafirmación constante y de la identidad performática se suspende un poco. Sentarse a una mesa con otros, sin mediaciones, sin scroll infinito, sigue siendo un gesto contracultural. Encontrarse no es exponerse. Es lo contrario. No es mostrarse editado, sino aparecer sin filtro. El encuentro tiene algo de irrepetible, esa noche, esa mesa, esas tensiones, no van a volver a darse igual.

En un país que llega siempre cansado a diciembre, la Navidad no promete redención automática. No borra los conflictos ni sutura las fracturas. Pero recuerda algo elemental, que no hay comunidad sin cuerpo, sin presencia, sin la incomodidad de lo real. Que no hay salvación individual posible. Y que el cristianismo, en su núcleo, no habla de armonía, sino de una irrupción que obliga a brindarse a otros.

Y quizás por eso, incluso vaciada de dogma, la Navidad sigue insistiendo. Porque nos recuerda que lo sagrado no es lo perfecto, es lo irrepetible. Y que, aun en medio del derrumbe, hay algo que se resiste a desaparecer del todo. Una mesa. Un cuerpo. Una comunión.

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