29/12/2025 - Edición Nº1056

Opinión


Altares del Siglo XXI

Casa en construcción

28/12/2025 | Una reflexión sobre los ciclos de la vida, las etapas que nos forman y el valor de habitar el proceso.



Hay momentos del año que tienen una carga especial. Diciembre siempre es una mezcla rara de cansancio y esperanza, como si el mundo nos recordara que todo lo que empieza, termina… pero también vuelve a empezar. Y quizá ahí esté la magia: entender que la vida son ciclos, algunos que duran apenas un instante y otros que se vuelven parte de lo que somos para siempre.

Durante este año escribimos mucho sobre lo que duele. Y no fue casual. Las notas más leídas fueron las del perdón, el duelo y la familia. Tres temas distintos, pero profundamente conectados. Tres ciclos centrales de la vida humana. Tres territorios donde nadie sale ileso, pero donde todos -si se animan- pueden salir más verdaderos.

Tal vez eso diga algo de la época que estamos viviendo. Una sociedad atravesada por el dolor, por pérdidas visibles e invisibles, por frustraciones acumuladas, por promesas incumplidas, por vínculos desgastados. Un dolor que no siempre sabe nombrarse, pero que se siente. Y el dolor, cuando no se procesa, se endurece. Se vuelve enojo, indiferencia, cinismo. Por eso necesita tiempo. Y necesita sentido.

Pensar la vida en términos de ciclos ayuda.

Ayuda porque nos corre de la ilusión del control absoluto y nos devuelve una verdad simple: todo tiene un tiempo y una duración.

Siempre me gustó imaginar la vida como la construcción de una casa. No una casa perfecta, de catálogo, sino una casa vivida. Con paredes marcadas, con rincones queridos, con errores de diseño que aprendimos a aceptar. Primero vienen los cimientos, esos que no se ven pero sostienen todo. Después las etapas más visibles: estudiar, trabajar, amar, formar familia, equivocarse, volver a empezar.

Hay ciclos largos y ciclos breves.

Hay etapas livianas y otras que pesan como una losa.

Hay procesos que nos acompañan toda la vida -como la construcción del amor, de la familia, de los vínculos profundos- y otros que están un tiempo y se van, como la formación universitaria o un trabajo puntual.

No se levanta de un día para el otro. No responde a un plano perfecto. Tiene etapas, idas y vueltas, momentos de avance y otros de quietud obligada. Hay días de entusiasmo y días de barro. Y hay algo clave que solemos olvidar: no todas las etapas tienen la misma duración ni cumplen la misma función.

Entender los ciclos también es aceptar que existen las tormentas. Tormentas fuertes, de esas que no avisan. Y hay algo que a veces cuesta decir, pero es necesario: una sola tormenta puede dañar años de construcción. Una decisión impulsiva. Una palabra en un momento equivocado. Un dolor no trabajado. Por eso no todo puede resolverse desde la emoción pura. Racionalizar los procesos no es frialdad: es cuidado. Es aprender a no romper lo que todavía puede sostenerse.

La familia, por ejemplo, no es un ciclo que se cierre. Es una obra permanente. Se transforma, se adapta, se tensa, se repara. A veces duele, a veces sostiene, pero siempre está ahí, como cimiento. No importa si es la que heredamos o la que elegimos, la familia es ese espacio donde uno no puede fingir demasiado tiempo. Es el lugar donde se aprende a pedir perdón, a convivir con las diferencias, a aceptar que el otro no va a cambiar solo porque uno lo desee. Construir familia es aprender a quedarse.

El trabajo ocupa otro lugar. Es un ciclo vital de construcción cotidiana. No solo porque nos permite vivir, sino porque nos confronta con quiénes somos cuando nadie nos aplaude. El trabajo enseña límites, paciencia, responsabilidad. Enseña que no todo es vocación épica ni éxito inmediato. Que muchas veces se trata de hacer bien lo que toca, incluso cuando no entusiasma. Y que ahí también se juega algo profundo de la dignidad personal.

Hay ciclos que exigen todavía más. La paternidad, por ejemplo, no es una etapa que se atraviesa sin costo. Es un ciclo de entrega total, de renuncia al centro, de reinvención constante. No se trata solo de traer una vida al mundo, sino de correrse para que otro crezca. Es entender que ya no todo gira alrededor de uno, y que eso, lejos de empobrecernos, nos expande.

Y llega también la jubilación, tantas veces mal pensada, como si fuera el final de algo. En realidad, puede ser un ciclo de libertad y redefinición personal. Un momento para volver a elegir, para reencontrarse con el tiempo, para resignificar lo vivido sin la presión del rendimiento permanente.

Me quiero quedar con esta idea, la reinvención.

Reinventarse cuando un hijo crece y ya no nos necesita como antes.

Reinventarse cuando dejamos de ser estudiantes y el mundo espera que seamos profesionales.

Reinventarse cuando un trabajo termina y comienza una etapa de libertad que también exige sentido, como pasa en la jubilación.

Reinventarse no es empezar de cero. Es reordenar lo que somos. Es aceptar que no podemos vivir aferrados a versiones pasadas de nosotros mismos. Y eso duele. Porque soltar siempre duele un poco. Pero quedarse donde ya no somos también.

En todo este recorrido aparece algo que atraviesa cada etapa: el agradecimiento. Agradecer no es negar el dolor. Es reconocer que incluso lo difícil dejó algo valioso. Que cada ciclo trae aprendizajes, aunque no vengan envueltos en algo lindo.

Este año también dejó en evidencia otra cosa: el individualismo es una trampa. En algún momento parece cómodo. Promete autonomía, autosuficiencia, menos dependencia del otro. Pero a la larga no lleva a ningún lugar que no sea la soledad. La vida no se sostiene solo. No se construye solo. No se disfruta solo.

La familia, los amigos, los afectos, los vínculos cercanos no son un accesorio: son el corazón de la casa. Cuando todo tiembla, es ahí donde uno vuelve.

Incluso cuando damos amor y no recibimos nada a cambio. Incluso cuando el otro no responde como esperamos. No perder la esencia. Seguir apostando por el bien. Porque lo que se construye desde el amor nunca es en vano, aunque no veamos el resultado inmediato.

Agradecer cada etapa. Agradecer incluso las que dolieron. Agradecer lo aprendido, lo recorrido, lo compartido. Agradecer estar de pie, con preguntas, con heridas, pero vivos. Agradecer a quienes estuvieron, a quienes acompañaron en silencio, a quienes leyeron del otro lado sin conocernos personalmente pero sintiéndose parte.

Gracias a quienes permitieron este ciclo y me dieron una oportunidad. Gracias a cada lector que se tomó un rato, que pensó, que sintió, que escribió un mensaje, que discutió, que no pasó de largo. Nada de esto existiría sin ustedes.

Cierro el año con un deseo simple y profundo. Que el que viene nos encuentre construyendo, no destruyendo. Escuchando más, juzgando menos. Abrazando los procesos, incluso los incómodos.

Buen año. Y con la certeza de que, paso a paso, la vida vale la pena ser construida.