La Masacre de Floresta ocurrió en la madrugada del 29 de diciembre de 2001, en uno de los momentos más críticos de la historia democrática argentina. El país acababa de atravesar el estallido social del 19 y 20 de diciembre, con decenas de muertos en todo el territorio, la renuncia de Fernando de la Rúa y una transición presidencial caótica. Horas antes del crimen, también había dejado el poder el presidente interino Adolfo Rodríguez Saá.
Ese clima de violencia, miedo e impunidad funcionó como telón de fondo de una escena que, en condiciones normales, no habría pasado de una charla entre amigos frente a un televisor.
Maximiliano Tasca (25), Cristian Gómez (25) y Adrián Matassa (23) estaban sentados en una mesa del minimercado de una estación de servicio ubicada en la intersección de avenida Gaona y Bahía Blanca, en el barrio porteño de Floresta. Junto a ellos se encontraba Enrique Díaz, quien logró sobrevivir.
Miraban por televisión las imágenes de los disturbios en Plaza de Mayo. Según quedó probado en el expediente judicial, no estaban armados ni protagonizaban ningún incidente dentro del local.
El autor de los disparos fue Juan de Dios Velaztiqui, suboficial auxiliar retirado de la Policía Federal Argentina, que realizaba tareas de custodia privada en la estación de servicio. Tenía 62 años y portaba su arma reglamentaria.

Testigos y peritajes judiciales coincidieron en que Velaztiqui reaccionó de manera desproporcionada ante un comentario vinculado a las imágenes televisivas. Sin mediar agresión física ni amenaza real, extrajo su arma y disparó contra los jóvenes.
Tres de ellos murieron en el acto. Enrique Díaz logró escapar corriendo y fue clave luego como testigo.
Las pericias descartaron cualquier hipótesis de legítima defensa. No se encontraron armas, cuchillos ni objetos contundentes en poder de las víctimas. Declaraciones clave, entre ellas la de una empleada del local y la de un testigo ocasional que se identificó como aviador, desarmaron la versión inicial del agresor, que intentó presentar el hecho como una reacción ante una supuesta amenaza.
Durante el juicio se probó que Velaztiqui disparó sin advertencia previa, en un espacio cerrado y con personas indefensas, lo que configuró un cuadro de alevosía.
La noticia del triple crimen se propagó rápidamente por Floresta. Vecinos y familiares se movilizaron espontáneamente hacia la comisaría de la zona para exigir justicia. La respuesta policial incluyó gases lacrimógenos y balas de goma, lo que agravó aún más la tensión.

El barrio quedó marcado por horas de enfrentamientos, barricadas e incendios. Para muchos, fue la extensión barrial del diciembre trágico que atravesaba el país.
En marzo de 2003, el Tribunal Oral en lo Criminal N.º 13 de la Ciudad de Buenos Aires condenó a Juan de Dios Velaztiqui a prisión perpetua por el delito de triple homicidio calificado por alevosía.
El fallo fue considerado histórico: se trató de una de las primeras condenas a perpetua contra un integrante de la Policía Federal por un caso de gatillo fácil en democracia. La sentencia dejó en claro que no existió exceso, sino ejecución.
Con el paso de los años, la Masacre de Floresta se transformó en un emblema de la lucha contra la violencia institucional. Cada 29 de diciembre se realizan actos conmemorativos en el barrio, con la participación de familiares, organizaciones de derechos humanos y vecinos.

Murales, placas y señalizaciones oficiales recuerdan a Maximiliano Tasca, Cristian Gómez y Adrián Matassa. El caso sigue siendo citado en debates sobre uso de la fuerza, control civil de las policías y formación de las fuerzas de seguridad.

Para los organismos de derechos humanos, la Masacre de Floresta expuso una lógica institucional que no desapareció con la condena: el uso letal de la fuerza frente a ciudadanos desarmados y la tendencia al encubrimiento. Por eso, cada aniversario no es solo un recordatorio. Es una advertencia. Y también una pregunta: cuánto cambió (y cuánto no) desde aquella madrugada de 2001.