
El gobierno de Nicaragua informó la ruptura formal de sus relaciones con la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). El anuncio, comunicado mediante una nota diplomática del Ministerio de Relaciones Exteriores, no incluye fundamentos jurídicos ni argumentación pública, una constante en las decisiones unilaterales del Ejecutivo de Daniel Ortega.
La medida afecta directamente a miles de personas que dependen de ACNUR para acceder a protección, reasentamiento y asistencia humanitaria. Con esta decisión, Nicaragua rompe con principios internacionales de protección a los derechos humanos y renuncia a la cooperación técnica en materia de refugio.
En lo que va de 2025, el régimen ha tomado tres decisiones de alto impacto internacional: el retiro del Consejo de Derechos Humanos de la ONU en febrero, la reforma constitucional que eliminó la doble ciudadanía en mayo, y ahora la expulsión de ACNUR. Todos estos movimientos configuran una estrategia sistemática de cierre institucional y represión legalizada.
Más de 350.000 nicaragüenses han solicitado refugio en países vecinos en los últimos años. La labor de ACNUR ha sido esencial en el tránsito, la documentación y el alojamiento de personas que huyen de la persecución política, la pobreza y la violencia estatal. Su salida implica un golpe directo a las redes de protección de estos grupos vulnerables.
Desde 2018, Nicaragua ha sido señalada por organismos internacionales de cometer crímenes de lesa humanidad. La Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Amnistía Internacional y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos han documentado ejecuciones extrajudiciales, detenciones arbitrarias y cierre de espacios cívicos.
Ortega ha optado por desmantelar todo mecanismo de fiscalización. La ruptura con ACNUR refuerza ese camino: un acto de negación de derechos para miles de refugiados, cuya situación legal, sanitaria y social se agrava con la salida de la agencia.
No se trata de un hecho aislado: más de 3.000 ONG han sido ilegalizadas desde 2021; también se han cerrado medios de comunicación, universidades y parroquias. Esta nueva medida completa un cerco institucional que no busca la soberanía, sino la impunidad.
El fin de la relación con ACNUR deja a Nicaragua en una situación de virtual orfandad humanitaria. En términos políticos, refuerza la percepción internacional de que Ortega ya no gobierna un Estado funcional, sino un régimen de clausura y negación.
Su estrategia, aunque le permita controlar el aparato local, lo aísla en la región y debilita cualquier posibilidad de reinserción futura en espacios multilaterales. Mientras tanto, los verdaderos perjudicados son los ciudadanos desplazados, criminalizados o exiliados. Ellos quedan, una vez más, fuera del foco y sin amparo.