La decisión del presidente Luiz Inácio Lula da Silva de apoyar la ley que prohíbe el uso de lenguaje inclusivo en la administración pública abrió un debate intenso, pero el gobierno brasileño sostiene que la medida responde a un objetivo práctico: asegurar que toda la ciudadanía comprenda sin ambigüedades la información emitida por el Estado. En un país de más de 200 millones de habitantes, con profundas desigualdades educativas, la claridad comunicacional es vista como un pilar esencial para garantizar acceso equitativo a trámites, servicios y documentación oficial.
Para el Ejecutivo, la norma no constituye un retroceso cultural, sino una estandarización necesaria que evita interpretaciones erróneas y refuerza la eficiencia administrativa. El lenguaje inclusivo, al no estar incorporado en la gramática oficial del portugués, generaba inconsistencias entre órganos públicos y obstáculos para quienes dependen de documentos uniformes para acceder a beneficios o navegar el sistema burocrático. La ley, argumentan, recupera un marco común que favorece la previsibilidad institucional.
La Política Nacional de Lenguaje Claro se estructura sobre un principio básico: toda comunicación estatal debe ser comprensible en su primera lectura. Para sus defensores, esto reduce tiempos de gestión, minimiza errores en procesos sensibles y fortalece la transparencia al eliminar formulaciones que puedan confundir a usuarios sin formación lingüística avanzada. La estandarización no apunta a regular la expresión social, sino a optimizar el funcionamiento de un aparato público que atiende millones de solicitudes diariamente.
Además, el gobierno destaca que la medida facilita la interoperabilidad entre organismos, que requieren terminologías uniformes para coordinar políticas sociales, sanitarias y educativas. Los defensores de la ley señalan que la multiplicación de variantes lingüísticas dentro del Estado generaba ruido administrativo y restaba precisión jurídica, especialmente en contratos, licitaciones y reglamentos donde la exactitud del término es determinante.

Si bien el debate sobre identidad y lenguaje seguirá abierto en la sociedad civil, la prioridad oficial es garantizar seguridad comunicacional en el ámbito estatal. El Ejecutivo insiste en que la ley no impone restricciones sobre cómo hablan las personas en su vida cotidiana, sino que regula exclusivamente los documentos que producen instituciones que deben ser entendidas por todos. En ese sentido, se interpreta como una política de inclusión a través de la claridad, no de exclusión.
El lenguaje inclusivo es una forma de comunicación que busca visibilizar y dar igual valor a todas las personas, sin discriminar por género, etnia, discapacidad u otras características.
La decisión también busca reforzar la confianza en la administración pública en un contexto de polarización social. Para el Gobierno, adoptar un estándar lingüístico estable envía un mensaje de profesionalización y madurez institucional. Aunque la medida generó resistencias, el oficialismo sostiene que, a largo plazo, contribuirá a mejorar la relación entre Estado y ciudadanía mediante información más accesible, más precisa y menos sujeta a interpretaciones divergentes.